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Editar la intimidad: los diarios de Alejandra Pizarnik

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Diarios
Alejandra Pizarnik
Edición de Ana Becciù
Lumen. Barcelona, 2013

El diario íntimo es y no es un género literario. A menudo tiene solo un valor documental. Es literatura cuando posee interés en sí mismo, cuando no sirve únicamente para aclarar ciertos aspectos de la vida o la obra de quien lo escribió. Amiel nos interesa gracias a su diario; el diario de Stendhal nos interesa porque lo escribió Stendhal.
            Pero el diario íntimo, si lo es de verdad, y no un artificio de la ficción, es un género peculiar: necesita ser “editado”, no solo corregido y revisado, antes de publicarse. El diario íntimo, cuando se hace público, tiene siempre dos autores, que pueden coincidir o no en la misma persona. Lo más frecuente, al menos hasta tiempos recientes, es que los diarios fueran de aparición póstuma y de ahí la no coincidencia. Pero cuando lo publica el mismo autor (André Gide o Jaime Gil de Biedma) las decisiones a tomar resultan idénticas: qué incluir, qué dejar fuera (para siempre por su inanidad o hasta pasado un cierto tiempo a fin de evitar dañar a terceras personas), qué nombres propios sustituir por una inicial, cuáles conviene completar.
            No hay que confundir la labor de edición, de preparación de un texto para darlo a conocer al público, con la censura, con la omisión de pasajes que se consideran inmorales o políticamente incorrectos. Lo primero resulta imprescindible; lo segundo, reprobable.
            Los diarios de Alejandra Pizarnik aparecieron inicialmente en 2002, también al cuidado de Ana Becciù. Se reeditan más de una década después muy aumentados, pero todavía no completos. Entonces, como ahora, a la hora de efectuar los cortes se ha tenido en cuenta, según se indica en la nota preliminar, “el respeto a la intimidad de terceras personas citadas, a la intimidad de la autora y de su familia”.
            Pero respetar “la intimidad de la autora” cuando se edita un diario íntimo parece tan absurdo como imposible. Y en cuanto a la intimidad de terceras personas basta citar un párrafo dedicado a Silvina Ocampo (su nombre se abrevia en la inicial, pero se mencionan sus obras y se dan otros detalles que la hacen inconfundible) para no entender a qué puede referirse Ana Becciù: “La angustia de S., su histeria, algo le pasó, que no tiene que ver conmigo. (Pensar que he sentido deseos ante esta revieja histérica que solo sirve para hacer mal –insecto dañino, bruja mediocre.)”
            También abundan las alusiones negativas referidas a la madre, a la que Alejandra Pizarnik culpa en buena parte de su inadaptación vital y de sus sentimientos de culpa; no aparece, sin embargo, ninguna mención a la hermana, su albacea literaria.
            Pero más que lo que falta (una libreta completa, por ejemplo, correspondiente a algunos meses de 1971 y 1972, debido “a su carácter muy personal e íntimo”) es lo mucho que sobra lo que limita el interés de este grueso tomo de más de mil páginas. Las anotaciones diarísticas de Alejandra Pizarnik comienzan en 1954, cuando la autora tenía dieciocho años, y terminan en 1972, unos días antes de su muerte. En ellas encontramos de todo: borradores de poemas, cuentos y reseñas; resúmenes de lecturas; improperios dedicados a sus amantes; apuntes telegráficos propios de una agenda personal y, lo que más importa, un feroz ejercicio de autoanálisis. También la crónica de una muerte largamente anunciada. En noviembre de 1955 escribe: “Se me ocurre anunciar un plazo para mi suicidio: el 29 de abril de 1958, día en que cumpliré 22 años”. Una muerte también varias veces ensayada. El 9 de octubre de 1970 anota: “Hace cuatro meses intenté morir ingiriendo pastillas. Hace un mes quise envenenarme con gas”. Y el 21 de noviembre: “El domingo pasado traté de ahorcarme. Hoy no dejo de pensar en la muerte por agua”.
            Literatura y documento humano este diario, que la autora consideraba quizá la obra más importante de su vida, esa “novela” que tanto deseaba escribir y para la que se sentía incapaz. No cabe duda de su intención de publicarlo: anticipó fragmentos en revistas, corrigió algunas de sus partes en más de una ocasión (Anna Becciù nos ofrece en apéndice las versiones corregidas). Pero no parece que quedara contenta con ninguno de esos intentos de publicación. Por eso en El deseo de la palabra, la antología de su obra total que preparó poco antes de su muerte (y que no aparecería hasta 1975, en la barcelonesa y “novísima” colección Ocnos), incluyó, junto a los poemas, cuentos, reseñas y textos varios, incluso una entrevista, pero ningún fragmento del diario.
            Cualquier decisión a la hora de editarlo resulta discutible. Lo más adecuado en estos casos sería la transcripción del material completo, su digitalización y su puesta a disposición de biógrafos y estudiosos. En la edición para el lector común, conviene dejar fuera todo lo que solo tiene un valor documental y entorpece la lectura: notas de agenda, apuntes para futuros artículos, borradores de poemas, frases inconexas. El editor, en estos casos, es siempre coautor; está obligado a intervenir y también a explicitar y justificar cada una de sus intervenciones.
            Como la mayoría de los diarios y los epistolarios, este volumen es literatura secundaria. A los poemas de Alejandra Pizarnik –breves, fulgurantes, oscilantes entre la iluminación y el sinsentido– puede y debe acercarse todo interesado en la poesía. A este mamotreto, solo los muy devotos de la poetisa. La literatura importa menos en sus páginas que el documento humano, aunque a veces se limita a hacer literatura, como en las anotaciones del 2 de febrero de 1956, un conjunto de greguerías: “Las olas flirtean con el sol… pero las escolleras observan y luego lo comentan, con gran escándalo de un viejo pulpo”.
            Importa más –y no solo para el lector morboso– el exhibicionismo cada vez más acentuado de un corazón al desnudo (de cintura para arriba y de cintura para abajo): “Necesito vivir ebria. Si no es de alcohol que sea de té, de café, de ácido fosfórico, de tabaco muy fuerte. Necesitaría drogas: no las tengo, no las busco. Cuando no tenga que despertarme al alba para ir a trabajar ‘para vivir’ me procuraré los ‘olvidantes’ más poderosos, todo lo que la naturaleza y la ciencia han dado a conocer hasta el presente. Esto no está mal ni bien. Esto demuestra, simplemente, que algunos no pueden vivir. Quiero decir, solo después de haber tomado diez cafés y tragado varias pastillas de ‘revitalizantes cerebrales’ puedo respirar con libertad, andar sencillamente por las calles sin que el deseo de matarme se haga imperioso”.

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