Los libros se amontonan sobre la mesa y yo debo seleccionar uno para comentar, como cada semana. Pero me cuesta decidirme. ¿A qué poner reparos al libro de un amigo? ¿No es mejor elogiarlo vagamente en un correo privado y así evitar resquemores y resentimientos que duran toda la vida? ¿Y qué voy a decir yo que no haya sido dicho sobre Chesterton o Borges o Chaves Nogales? Pasan los días rápidamente, la semana discurre en un soplo, y yo sigo sin decidirme. Mejor dejar el muestrario sobre la mesa y que el curioso lector decida.
Una caja de piedra y otra de palabras (Editora Regional de Extremadura), de Ana María Reviriego
Ana María Reviriego nació en Aldeanueva del Camino. Yo también. Somos quizá los dos únicos poetas del mundo en que se da esa coincidencia. Ella es bastante menos prolífica. Tras un primer libro, de 1984, no había vuelto a publicar. Sus poemas nos hablan de un presente oscuro y de un tiempo feliz, el de la infancia, que quizá no ha existido nunca. Y lo hacen con un lenguaje seco y preciso que no gusta de excesiva florituras. Tiempo de dolor el de la primera parte (“Una caja de piedras”), de evocación a partir de viejas fotografías el de la segunda (“Caja de fotos”) y de salvación por el arte y la belleza del mundo el de la tercera (“Una caja de palabras”).
Un puñado de poemas memorables y otros que habrían merecido una revisión más atenta. El primero del libro dice así:
Huía de las tristes novelas,
las de los fracasados que dejaron a medias su camino,
las de los que cargaron las penas de otros
hasta sepultarse ellos,
las de las vidas rotas, colgadas a destiempo
fuera de los carriles de su historia.
Huía de las novelas que se parecen demasiado
a la realidad cercana, oscura y confundida,
las que con su tristeza hacen constar
que el mundo guarda cajas oscuras, de muerte llenas.
Huía de las novelas donde el personaje repite
y repite sus errores hasta quedarse prendido inútilmente
del error que le arrastra.
Pero todos los días al salir a la calle
cobraba conciencia de que era el protagonista
de una de
aquellas vidas
equívocas.
¿No habría sido mejor decir “equivocadas” en lugar de “equívocas”? ¿O, más sencillamente, prescindir de los dos versos finales y terminar con que, al salir a la calle, “cobraba conciencia de que era el protagonista / de una de ellas”?
Borges. Edición Minor(BackList), de Adolfo Bioy Casares
¿Qué criterio ha seguido Daniel Martino para preparar esta edición reducida del monumental Borges de Bioy Casares? En el prólogo nos dice que pretende conservar “lo esencial de las opiniones de Borges” omitiendo “los detalles históricos y circunstanciales de la vida política, universitaria y social argentina”. Pero hojeamos el libro al azar y vemos que omite otros detalles. Por ejemplo, la anotación del 21 de julio de 1949: “Hoy, por primera vez, oí una conferencia de Borges. Habló sobre George Moore. Habló tan naturalmente que me hizo pensar que la dificultad de hablar en público debía de ser ficticia. No habla con énfasis de orador: conversa, razonando libre e inteligentemente”.
De la larga anotación del 12 de mayo de 1968 conserva las peculiares opiniones de Elsa, la efímera mujer de Borges, pero suprime el siguiente párrafo: “Me dice que planea un relato sobre el encuentro de un escritor que, mirando el río Charles, de Cambridge (Estados Unidos), pasa a estar mirando el Ródano, en Ginebra, y se encuentra con un joven que es él mismo, hace treinta años antes. No sabe si hacerlo con un escritor imaginario o consigo mismo; dice que perdió un buen final que se había ocurrido. Tal vez se citan para un segundo encuentro, a que el joven falta, por lo que el viejo siente alivio”.
Mejor no seguir comparando. Esta nueva edición (691 páginas) no anula la anterior (1663 páginas), pero es más manejable, muy adecuada para servir de compañía en un viaje. En su obra literaria, Borges no quiso mostrar sus opiniones. Aquí opina de todo lo humano y lo divino, a veces de irritante manera. Con los malos escritores (y con alguno bueno) es divertidamente cruel (comentando un soneto de Herrera y Reisig dice: “no hay palabra que no sea una errata”). No nos importa. Todo se lo perdonamos. No le abandona nunca esa cualidad que a él le gustaba subrayar en Stevenson (y en Oscar Wilde): el encanto.
Como el asesinato para Thomas de Quincey, también la chismografía y la erudición –si quienes las cultivan se llaman Borges y Bioy Casares– pueden convertirse en una de las bellas artes.
Aguilar. Historia de una editorial y de sus colecciones en papel biblia (Librería del Prado), de María José Blas Ruiz
La historia de una editorial puede ser tan apasionante como cualquier novela. ¿Quién no recuerda aquellos tomos en papel biblia y encuadernados en piel publicados por la editorial Aguilar, su colección Joya, su colección Obras Eternas? Todavía son muy buscados por los coleccionistas y algunas obras míticas –como el glosario de Eugenio d’Ors– solo se puede encontrar en ellos.
Este volumen, minuciosa y preciosamente ilustrado (y con prólogo, cómo no, de Luis Alberto de Cuenca) nos informa de todo lo que el bibliófilo querría saber y de algunas sorprendentes curiosidades, como que el editor, para lograr la máxima calidad en las encuadernaciones, tenía sus propios talleres y sus propios rebaños de cabras en los montes de Toledo. Pero como todo de cae, a partir de 1955, la piel comenzaría a ser sustituida por el plástico –fue la Biblioteca de Premios Nobel la que inició la novedad– para espanto de los amigos del libro. Pero siempre nos quedarán aquellos tomos con las guardas ilustradas, los cortes decorados y los prólogos de Federico Carlos Sainz de Robles.
Charco negro. Relatos de las dos orillas(Unomasuno), de Miguel Molfino y otros.
Narradores argentinos y españoles se van alternando en esta antología. El cuento, tan apropiado para el género policial según se entendía en los tiempos de Sherlock Holmes o de Jorge Luis Borges, quizá resulte menos adecuado cuando al enigma inteligente se prefiere la denuncia social y el chafarrinón sangriento.
Muchos de estos autores recurren al ingenio y a la parodia. Ingenio metaliterario hay en “La muerte viaja en una Olivetti”, el cuento que inicia la antología, en el que el protagonista es un personaje secundario de muchos relatos policíacos y su cadáver es encontrado muerto –según se nos informa en las líneas iniciales– “semioculto en los últimos párrafos de un cuento titulado La muerte viaja en una Olivetti”.
Marta Sanz, en “Extrañas en un tren”, convierte la historia de Patricia Highsmith y Hitchcock, en el posible guión de una película de Alex de la Iglesia. En la autoficción incurre Marcelo Luján en una trama ingeniosamente poco verosímil mientras que Cristina Fallarás se inclina por la esperpéntica sordidez y Luisgé Martín por la biografía apócrifa de un psicópata de serie televisiva.
No sé si el público aficionado a la ficción policial disfrutará con estos cuentos (seguramente preferirá evadirse con las novelas), pero sin duda alguna darían mucho juego en un taller literario.
Simulacro(La Isla de Siltolá), de Rafael Suárez Plácido
¿Basta ser un buen lector para ser un buen poeta? ¿Hasta qué punto conviene tener maestros demasiado cercanos?
A partir de los años ochenta, hubo un cierto descrédito del forzado (y a menudo falso) adanismo de la vanguardia; llegó a convertirse en un valor todo lo contrario: que, como en la época clásica, se reconocieran claramente los modelos.
Pero conviene que esos modelos no sean demasiado cercanos. En el epílogo a Simulacro, y refiriéndose a José Luis Piquero, se señala que “a la lectura atenta de sus libros se deben algunos de estos poemas”. Bastantes, añadiría yo, especialmente los más narrativos, autobiográficos y descarnadamente eróticos. Con la diferencia de que lo que en José Luis Piquero suena a descubrimiento, en Suárez Plácido da a veces la impresión de reiteración de una fórmula (de ahí la extensión de su libro, en contra de la brevedad de los que le sirven como modelo).
Rafael Suárez Plácido es un poeta tardía (nacido en 1965, no publica su primer libro hasta 2008), quizá por eso no ha roto todavía del todo su cordón umbilical. Y es que, para ser un buen poeta, hace falta, por supuesto, ser un buen lector de poesía. Pero también hace falta algo más. Hay que tener buenos maestros y hay que saber traicionarlos en el momento oportuno.
Retrovisor(Papeles Mínimos), de Martín López-Vega
Martín López-Vega es un autor prolífico como traductor, como ensayista, como escritor de libros viajeros. También como poeta, el género donde quizá resulta menos recomendable.
Esa fecundidad tiene, como todo, sus ventajas y sus inconvenientes. Al ir acompañada de versatilidad, le evita incurrir en la monótona insistencia. El acabado final de sus obras, sin embargo, a menudo se resiente.
Retrovisor, antología de los poemas escritos entre 1992 y 2012, deja de lado sus tentativas más experimentales, epatantes y presuntamente innovadoras y se centra en los poemas viajeros, evocativos, meditativos.
Martín López-Vega siempre ha mostrado un cierto rechazo por la tradición poética española; sus clásicos y sus maestros se encuentran más bien en la tradición inglesa o en otras tradiciones leídas en su lengua original o a través de la versión inglesa. Eso se nota en el ritmo de sus versos, que rehúyen el tan habitual sonsonete del endecasílabo y del heptasílabo y a menudo nos suenan –algo que no siempre es un reproche– a poesía traducida.
Entre los poemas inéditos de la antología destaca “Autorretrato hacia 2009” , un nuevo intento de descifrar el misterio del mundo a una determinada altura de la vida, en el que muestra una vez más su personal gusto por las disonancias y las rupturas del ritmo.
El hombre corriente(Espuela de Plata), de G. K. Chesterton
Parece que Chesterton no se agota nunca. Después de tantas décadas de continuas ediciones de sus obras en español, aún quedan inéditos suyos. Aberlardo Linares traduce ahora El hombre corriente, aparecido en 1936, pocos días después de su muerte. En la nota de la contraportada, escribe: “Existen multitud de malentendidos literarios respecto a Chesterton, pero (a diferencia de lo que pasa con los escritores de moda) todos en contra de Chesterton. Muchos no leerán nunca a Chesterton porque piensan (es un decir) que fue un escritor de derechas, un amable conformista. Algunos lo seguimos leyendo porque sentimos que tras la máscara de su humorismo se ocultaba un rebelde y que muchas de sus rebeldías siguen aún vivas”.
Se ocultaba un rebelde y también un dogmático; las continuas paradojas de Chesterton no deben hacernos olvidar que era un escritor que se sabía (o se creía) en posesión de la verdad, de la única verdad, la de los dogmas cristianos.
El placer con que lo leemos se interrumpe a menudo cuando nos encontramos con un hueso duro de roer: los sofismas con los que trata de convencernos de que su verdad es La Verdad , de que en la edad media ya se sabía, de las cuestiones fundamentales, cuanto hay que saber y que la modernidad, de Descartes para acá, no es más que un desvarío.
A veces Chesterton –para qué nos vamos a engañar– se parece demasiado al peor Juan Manuel de Prada. Sus deslumbrantes paradojas en más de una ocasión esconden un intento de darnos gato por liebre.
Poesía china(Cátedra), edición de Guojian Chen
Alguna ingenuidad hay en el prólogo de Guajian Chen a esta nueva edición, muy ampliada, de su antología de poesía china. Sorprende que la primera nota de la introducción señale que “son datos sacados de El Pequeño Larousse 2000, Nuevo Espasa Ilustado 2000, editados en 1999, y Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado Grijalbo, editado en 1998” . ¿No ha encontrado referencias más actuales?
Guajian Chen conoció todas las turbulencias de la historia contemporánea china, incluido el destierro durante la revolución cultural, y es un gran estudioso de la literatura española. Su nueva edición de la poesía china comienza en el siglo XI antes de Cristo y termina con poetas nacidos en los años sesenta del siglo XX. Guajian Chen no quiere limitarse a hacer una versión literal de los poemas chinos, no escribe para eruditos, sino para amantes de la poesía, y por eso pretende ofrecernos, a cambio del poema original, otro poema en español.
A menudo lo consigue, pero a veces –en la elección del léxico, en algún giro sintáctico– se nota que no es un hablante nativo. Pero eso añade una cierta gracia exótica al libro y nos tienta a tomarlo como punto de partida para nuestras propias versiones. El poema “La serpiente”, de Feng Zhi (1905-1993), quedaría entonces de esta manera: “Mi soledad, / ligera cual la sombra de la luna, / se desliza a tu lado y me trae de tu sueño / una flor sonrosada”.
Obra periodística (Diputación de Sevilla), de Manuel Chaves Nogales. Edición de María Isabel Cintas Guillén
El éxito actual de Manuel Chaves Nogales se debe, paradójicamente, a un equívoco tenazmente difundido por Andrés Trapiello, en quien tuvo su origen, y por otros escritores. Cuando España enloqueció, en los años de la guerra civil, sería el único que supo ver claro, el único –o casi el único– que tuvo la valentía de condenar la barbarie de unos y de otros. No hubo tal. Se marchó, en cuanto pudo, como tantos y, como buena parte de los republicanos, se sintió ajeno y denunció los desmanes cometidos en el lado republicano. Su olvido tras la guerra no fue un castigo de unos y de otros, sino el silencio que sigue siempre al periodista de moda.
Se reeditan ahora los tres tomos de su obra periodista (no completa, eso es imposible, pero sí muy ampliada respecto a la edición de 2001) en los que hay algún material caducado, como no podía ser de otra manera, pero en la que abundan las páginas que han resistido el paso del tiempo para dejar constancia de un tiempo que, gracias al periodismo, no se pierden para siempre.
Su defensa del reportaje, frente al periodismo de opinión, tienen ahora la misma validez que en los años veinte, cuando polemizó con Mariano Benlliure y Tuero, un cantamañanas de la época: “Considero sin interés todo artículo en el que aparezcan opiniones políticas o religiosas puramente personales, siempre que la personalidad del que las emita no tenga autoridad bastante para influir sobre sus contemporáneos. Me parece una impertinencia dar opiniones sobre un tema en el que no se es experto. ¿A qué molestar al lector con los balbuceos de un señor lego en la materia de que se trata? Que se entere primero y después que opine”.
Cuando opina Chaves Nogales, está siempre bien enterado y en sus reportajes nos ofrece algunas de las mejores narraciones de no ficción que se han escrito en la literatura española.
“Los días” en La Noche (Follas Novas), de Álvaro Cunqueiro
Los tesoros que Álvaro Cunqueiro dejó enterrados en los periódicos resultan inagotables. Se reúnen ahora por primera vez en volumen los artículos que fue publicando en el diario compostelano La Noche entre 1959 y 1962.
Así comienza uno de ellos: “Se dice que los elfos que moran soterrados en los bosques, por estos días invernales, comenzando el año, salen a hacer estadística de todos los árboles que hay en el mundo, para que en los palacios suyos, las tejedoras que trabajan a las órdenes de la reina élfica, que es una cojita de rubio pelo, no haga ni un brote ni una flor de más en primavera”.
¡Qué sorpresa debieron llevarse los lectores de entonces al encontrarse entre las páginas municipales y espesas del diario con párrafos que parecen recién llegados del mundo de los sueños! A pesar de lo acostumbrado que estamos a leerle, aún nos sorprende a nosotros.
¿Lo mismo de siempre? Es posible. Pero como en el caleidoscopio siempre en combinaciones sorprendentemente nuevas.
Europa en el parabrisas(Confluencias), de Robert Byron
Una noche de agosto de 1925 un policía londinense se sorprende al ver a tres jóvenes tendidos en el suelo observando un mapa. A su lado había un reluciente automóvil, un Sumbeam (al que bautizarían con el nombre de Diana). Así comienza este fascinante viaje de alegres veintañeros por una Europa recién salida de la catástrofe y que soñaba con una prosperidad eterna.
En Alemania todavía no se hacía notar el nazismo, pero Italia (donde un inglés siempre tiene la sensación de estar en casa, según indica Robert Byron) ya contaba con Mussolini, aunque por entonces no parecía especialmente amenazador: “El fascismo, de hecho, es una especie de régimen de boyscouts, pero que en vez de banderines llevan revólveres”.
Con desenfada gracia, Robert Byron nos hace viajar en el tiempo, nos pasea por una Europa pintoresca y feliz en un automóvil que se avería a cada poco y que obliga a detenerse en los lugares más inesperados.
Es el primero de sus grandes libros de viajes, el menos premeditado, casi una travesura juvenil. Pero el tiempo se nublaría pronto.
Robert Byron –como nos informa José Jesús Fornieles en el prólogo– partiría para El Cairo como corresponsal de guerra embarcado en el carguero Jonathan Holt. “Poco antes de la una de la madrugada del 25 de febrero de 1941 se oyeron algunas explosiones a bordo; un submarino alemán, el U-97, había disparado sus torpedos contra el convoy del que formaba parte el Jonathan Holt, que en pocos minutos se vio rodeado de fuego y humo, hundiéndose en el mar. Robert Byron aún no había cumplido 36 años”.