El uso del radar en mar abierto. Poesía 1992-2019
Martín López-Vega
La Bella Varsovia. Madrid, 2019.
Hay poetas que necesitan perderse para encontrarse, o pare reencontrarse. Martín López-Vega parece ser uno de ellos.
Poeta precoz –no había cumplido veinte años cuando publica su primer libro– acierta desde el principio con un sugerente mundo propio en el que entremezcla los recuerdos de una infancia rural, las vagas melancolías adolescentes y una ensoñación viajera que pronto comenzaría a hacerse realidad. Se añadía a ello la apetencia por otras lenguas y otras culturas, un querer sentirlo, saborearlo, añorarlo todo de todas las maneras que hace que sus entregas iniciales –a pesar de su lenguaje un tanto convencional– conserven todavía buena parte de su encanto.
No lo considera así su autor: Objetos robados(1994), Travesías (1996) y La emboscada (1999) se reducen al breve Café Luxembourg, en la primera recopilación de su obra completa, El uso del radar en mar abierto. Los considera, según nos indica en una algo desganada nota editorial, “llenos de torpezas, reiteraciones y pedanterías varias”. También abrevia en uno los dos libros siguientes, Mácula y Árbol desconocido, ambos del 2002, y elimina, con buen criterio a mi entender, muchos poemas de Gótico cantábrico, su anterior publicación poética. Añade, en cambio, un puñado de inéditos con el título de Calle de la vida (nombre de una calle veneciana) que nos lo muestran en una espléndida madurez (desentona quizá “Orientalismos”).
Quiere Martín López-Vega que El uso del radar en mar abierto sea considerado como un libro nuevo, no como una simple recopilación. Y lo es en buena medida (no solo se suprimen poemas, también se cambian de lugar y se añade alguno (como “Noche en Silos”), un libro que le permite reencontrar el norte tras los bandazos y turbulencias a que se ha visto sometida su poesía.
En López-Vega, el poeta choca a menudo con el arriesgado experimentador de diversas formulaciones estéticas o el bulímico explorador de nuevas y más o menos exóticas literaturas.
De la desorientación que sufrió en torno a 2006 nos ha dejado muestras en dos libros que incluye en estas reducidas poesía completas, Extracción de la piedra de la cordura y Yo, etc, inédito hasta la fecha y que quizá podría haber continuado siéndolo, como perdidos en una antología de poetas asturianos, Nombres propios, de 2007, quedaron los fragmentos de la Balada de la dependencia sexual, otro libro en preparación por entonces.
Aunque de escaso interés para los lectores –al menos para los que admiran al López-Vega de antes y de después–, no fueron inútiles para el poeta esos ejercicios: le permitieron salir de su zona de confort, abandonar fáciles melancolías y músicas consabidas. Los poemas de su trilogía de madurez –Adulto extranjero (2010), La eterna cualquiercosa (2014) y Gótico cantábrico (2017)– no podrían haber sido escritos sin ese perderse antes en la “selva selvaggia” del expresionismo y el sinsentido para luego reencontrarse siendo “el otro, el mismo”, según el título de Borges.
Martín López-Vega ha crecido en espiral, dándole la vuelta al mundo y a su mundo, sin perder la conexión con el punto de partida. Y ese punto de partida está en Llanes, en una familia en la que destacan la figura de la madre y del abuelo y en la que el padre, como en las tragedias clásicas, desempeña el papel de antihéroe.
Buena parte de los poemas de Gótico cantábrico giran en torno a la historia familiar, que el autor quiere recuperar sin excesiva recreación literaria: “Algunos de estos poemas –nos dice en la nota final– usan fragmentos copiados del cuaderno que le regalé a mi madre, Margarita González, para que escribiese en él sus recuerdos de infancia”.
La poesía viajera es otro de los núcleos de la obra de López-Vega. “Arte de caminar por las calles de Braga” se titula uno de sus primeros poemas; “Alejandría”, el último que incluye esta recopilación. Desde aquella ciudad en la que vivió como estudiante (y en las que escribió sus Cartas portuguesas) hasta la Alejandría de Durrell y Cavafis a la que le llevaron su labores profesionales, cuántos lugares pateados, vividos –a Roma le dedica un libro, a Iowa casi enteramente otro– o entrevistos en esta poesía que parece tener como lema la rosa de los vientos. Y que evoca esos lugares y la gente que conoció en ellos sin miedo a la anécdota ni al detalle menor, que suele ser el más significativo. Un fragmento de “Autorretrato hacia 2015” , en el que contempla una ciudad desde lo alto e inventa “monumentos que no existen / en las plazas que apenas adivino”, puede servir de ejemplo: “monumento a cierto mediodía de Oporto que fue como si sobrase el resto de la vida, / monumento a los días que fuimos a la yerba en Teberga, / monumento al día que paseamos a Beatriz Amposta por el Trastevere, que ahora se llamará Tristévere, / monumento a Diego Ortiz, a Giacomo Moro, a la chirimía y a la chirivía, / monumento a la noche en que dormimos los cuatro en una cama en una habitación sin techo abierta a las estrellas de la Toscana, / monumento a las tartas de ruibarbo del granjero menonita, / monumento a Lêdo Ivo leyendo a ‘A un olmo seco’ en el ejemplar que fue de Cernuda, / monumento a Giordano Bruno cantando come on baby light my fire con Brunori Sas, / monumento a la sidra que bebimos en el carro del centollo, / monumento a aquella melodía oída solo una vez en un trapiche de Río que quiere salir de mí, y no sabe, / monumento a la mano de mi abuelo apretando la mía justo antes de morir (aunque el médico dijera que imposible)”.
Es la tan reiterada enumeración borgiana, tan frecuente en la poesía española contemporánea, pero utilizada de personalísima manera. La poesía de Martín López-Vega está llena de nombres propios y de “pequeños detalles exactos”, que no solo son referencias culturales (aunque abunden tanto como en cualquier poeta de la primera hora novísima), sino de familiares y amigos y en eso coincide con Miguel d’Ors, un autor con el que ideológica y vitalmente no parece tener mucho en común.
Pocos poetas han cantado a la amistad como Martín López-Vega. Todos los que fueron algo en su vida están en las dedicatorias de los poemas y también en sus versos. Cito, para limitarme solo dos ejemplos, “Ir al incendio”, dedicado a su “amigo de la guarda”, Javier Pérez Blesa, o “Yendo a casa de Xuan Bello con unas semillas que le traigo de Portugal”.
Poeta de los afectos familiares, de la amistad, también es López-Vega autor de intensos y nada tópicos poemas de amor, como “Sarabel en la biblioteca” o “Torre Stefaneschi”, de Elegías romanas. Y de sus libros más recientes, “Patricia Variationen” o “La eterna cualquiercosa”, con su estructura cinematográfica, donde la pareja protagonista está vista desde fuera, charlando en la cocina.
Consciente del riesgo de la falacia patética y del prosaísmo sentimental que bordea en buena parte de su poesía, López-Vega gusta de recurrir al humor, al disparate, al esforzado ejercicio literario. Y no siempre con resultados prescindibles, como demuestran el conmovedor pastiche “Égloga Novena de Miklós Radnóti” o el ingenioso collage“Leyendo el periódico en voz alta”.
La obra de Martín López-Vega, polígrafo profuso, poeta polifónico y disperso, estaba necesitada de una adecuada reestructuración y revisión, y no ya por los leves lapsus y erratas que pudieran haberse colado en las ediciones anteriores (y que en algún caso se mantienen: el “Alfonso XIII, Münchhausen madrileño / que cabalga sobre las copas de los árboles” al comienzo de “Autorretrato hacia 2009” –un poema que salta de La eterna cualquier cosa a Adulto extranjero– es en realidad el Alfonso XII de la estatua del Retiro), sino porque la edición –cuando la realiza el propio autor– es una forma de creación.
El uso del radar en mar abierto se aproxima bastante a lo que podría ser la edición definitiva de la poesía de Martín López-Vega hasta la fecha. Quizá habría necesitado otra vuelta de tuerca o, en cualquier caso, una más adecuada aclaración de los cambios, sin que eso pueda considerarse una “pretensión de autofilología”, como se indica en la nota final; es simplemente una necesaria aclaración hacia quienes conocen la primera edición de los libros, libros que se seguirán leyendo independientemente, a pesar de la intención del autor.
Pero tal como está, con su humana imperfección, El uso del radar en mar abierto contiene un buen puñado de poemas sabios (“Venus no descubierta”, “El poeta en Veroli”), emocionados (“Última lección”, “Una manzana para Margarita”), llenos de referencias enciclopédicas y de referencias privadas (el divagatorio “Alfama”), hirientes (“Cuestión de género”), divertidos (“Relación de reparaciones efectuadas en la iglesia del Bom Jesus de Braga”), siempre inconfundiblemente personales.