El haiku, entre dos orillas
Josep M. Rodríguez (coordinador)
Revista Ínsula, nº 870. Madrid, junio 2019.
Desde 1946, y durante cuarenta años, la revista Ínsula, fundada por Enrique Canito, coordinada por José Luis Cano y animada, entre otros, por Vicente Aleixandre, ocupó un lugar central en la vida literaria española: mantuvo, en los años más duros de la autarquía, el contacto con los exiliados y con lo mejor de la literatura europea; marcó el rumbo a los escritores más jóvenes, especialmente a los poetas, y sobre todo nunca dejó de lado lo que Barthes denominó “el placer del texto”, nunca se convirtió en un boletín para eruditos, nunca se desentendió del lector común para atender solo al estudio académico.
La revista Ínsula desapareció a mediados de los ochenta. La que sigue publicándose con su mismo nombre y continuando la numeración poco tiene que ver con ella. Se dedica a publicar artículos, de muy dudoso interés general, que sirven solo para la promoción de los profesores universitarios. Al menos en lo que se refiere a la literatura actual, las publicaciones “científicas” suelen ser pseudocientíficas, mera apariencia de objetividad y rigor, elucubraciones teóricas que encubren vaciedad u obviedades sin interés.
Hay excepciones, por supuesto. Y un buen ejemplo lo constituye su más reciente monográfico, El haiku, entre dos orillas, coordinado por Josep M. Rodríguez. Ningún estudioso ni ningún aficionado a esa estrofa japonesa, tan de moda, debería perdérselo.
No todas las contribuciones están a la misma altura, como no podía ser de otra manera. Josep M. Rodríguez nos ofrece en la introducción un espléndido resumen de las relaciones entre las literaturas occidentales, no solo la española, y la literatura japonesa. Aunque sea un resumen de trabajos suyos anteriores, muy leídos y citados, no deja de tener interés el “Panorama histórico del haiku japonés” que firma Fernando Rodríguez-Izquierdo.
Aunque los aficionados a la poesía hace años que tienen claro lo que es un haiku (no importa que no acierten a definirlo con exactitud), los especialistas no lo tienen tan claro. Para Javier Sancho, que firma el artículo “Cien años de haikus en castellano”, casi ninguno de los que pasan por tales lo es. En su opinión, se suele llamar haikus a poemas de tres versos de arte menor que recibirían mejor alguno de los siguientes nombres: soleá, solearía, terceto, terceto independiente, terceto monorrimo y tercerilla (sic). No pueden considerarse haikus, a juicio de Javier Sancho, los “Diecisiete haiku” que Borges incluye con ese título en La cifra. “No hay suceso. No hay imagen. Se trata de una pregunta” nos dice para descalificar “¿Es o no es / el sueño que olvidé / antes del alba?”
Sonreímos al leer algunas de las condiciones que, en opinión de los ortodoxos ha de cumplir un haiku para serlo de verdad: “debe estar anclado en la realidad, debe ser sentido por el autor”. ¿Y cómo se sabe si un poeta “siente” o “finge”, como Pessoa, su poema? ¿Y qué garantiza eso? ¿Hay mal poeta que no sienta, que no se emocione con lo que escribe?
Vicente Haya y Frutos Soriano son otros de los predicadores de la ortodoxia del haiku que colaboran en este número. Para Vicente Haya, “no hay haiku sin aware”, esto es, sin “conmoción profunda producida por un suceso de la naturaleza”. Frutos Soriano nos ofrece la receta para saber “si un haiku es bueno”: comprobar si transmite “un aware semejante al que sintió el haijín que lo compuso”. Lo que no nos dice es cómo podemos conocer lo que sintió el “haijín” (escritor de haikus) que lo compuso.
Como en todo lo que tiene que ver con el zen y con los orientalismos y espiritualismos, en torno al haiku hay mucho cuento, mucha pretenciosa palabrería.
Afortunadamente las colaboraciones de Susana Benet y de José Cereijo, llenas de inteligencia y sentido común, ponen las cosas en su sitio, no en vano se trata de dos de los más destacados autores de haikus en la literatura española actual. José Luis Morante, con la generosidad crítica que le caracteriza, se ocupa de ellos y de otros destacados autores de haikus: Jesús Munárriz, Antonio Cabrera, Luis Alberto de Cuenca, Aurora Luque…
Josep M. Rodríguez, al final de su introducción, nos indica que el haiku constituye “lo mejor de la poesía actual”. Más precisamente diríamos que algunos haikus –los firmados por quienes no se atienen a la estricta ortodoxia, por lo general– están entre lo mejor de la poesía actual, pero que la mayoría –casi todos los recientes libros de haikus– se encuentran, si no entre lo peor (aunque es así en algunos casos), sí entre lo más prescindible. Me abstengo de citar nombres.
Un soneto es como un cuadro al óleo y un haiku como una fotografía instantánea. El azar puede hacer que un fotógrafo aficionado, ignorándolo todo de la técnica, con una cámara automática, pueda lograr una buena fotografía. Imposible resulta pintar un cuadro al óleo, o escribir un soneto, sin conocer la técnica ni sin mucha práctica (y eso no garantiza que valga la pena).
Un buen haiku se escribe casi a medias entre el azar y el lector, como una buena foto se debe a veces a la casualidad y al editor de fotografía que la selecciona entre miles.
Al haiku se le define de muchas maneras en este monográfico. Jesús Munárriz enumera una serie de características, pero tiene la inteligencia de añadir que “ninguna es obligatoria”. Tampoco resultan obligatorias las diecisiete sílabas repartidas en tres versos de cinco, siete y cinco sílabas, aunque lo cierto es que, tras muchas vacilaciones, esa es la estructura métrica que parece haberse consolidado y a la que el oído del lector español ha terminado por acostumbrarse. También se ha acabado por prescindir de la rima, muy frecuente en los haikus modernistas. Pero esa estructura métrica, como indica muy atinadamente Josép M. Rodríguez “no es más que el marco para que el poeta escoja su lienzo. Propio e irrepetible”. Tras esa atinada observación, el coordinador, que también es poeta, no puede resistirse a hacer algo de literatura: “Escribir un haiku equivale a bailar encima de un ladrillo. A encerrar un instante en una jaula de solo tres barrotes. A convertir una canica en el reflejo de la luna en Lilliput”.
Jesús Aguado, al final de “Un paseo por el haiku”, se pone se pone a enhebrar haikus, suponemos que de cosecha propia, uno tras otro: “Dos mariposas tejen hilos de viento junto a la higuera. Las margaritas sin vértigo descienden por un talud. Junto al establo, la veleta amarilla y los cencerros. El pintalabios rojo de la amapola. La ermita, absorta en su eternidad mientras sus piedras son arañadas dulcemente por el tiempo. Allá lo lejos perros y caseríos. Ladran los perrros de la alquería. El caracol inscribe su espiral en quien le mira”, etc.,etc. Ya se sabe que quien hace un haiku hace un ciento.
Termina este número de Ínsula con un “Muestrario de haikus”, con cerca de un centenar de haikus de otros tantos autores. Si el lector encuentra tres o cuatro que le satisfagan, puede darse por contento. Y no es una crítica a la selección, sino una constatación. El tanto por ciento de haikus que nos interesan en cualquier antología de los clásicos de la literatura japonesa –Basho, Bosun, Shiki– no lo supera en mucho, aunque en este caso solemos echarle la culpa al traductor.
Entre una banalidad, o simplemente una tontería, y una obra maestra del haiku hay tan poca distancia que a veces que lo consideremos una cosa u otra depende solo del momento en que lo leemos.