Baroja en París
Francisco Fuster
Marcial Pons. Madrid, 2019.
Al final de su vida Pío Baroja era, tanto o más que un escritor, un personaje. Seguía publicando con profusión, pero era quién lo contaba y no lo que contaba lo que más interesaba de sus destartalados libros últimos, escritos más a la pata la llana que nunca y recurriendo al continuo corta y pega. Y por eso no menos que sus obras interesaban las continuas entrevistas, los artículos y libros que se ocupaban de él.
Francisco Fuster, tras haber narrado en Aire de familia, “la historia íntima de los Baroja”, como se lee en el subtítulo, nos cuenta ahora en otra breve monografía, los años que Pío Baroja pasó exiliado en París. ¿Exiliado? Marchó a Francia a pie, su casa de Vera del Bidasoa está muy cerca de la frontera, tras un breve encontronazo con los requetés a poco de iniciada la guerra civil, pero al poco tiempo publicó en el Diario de Navarra un artículo en el que aplaudía la sublevación. Volvió fugazmente a la España de Franco y regresó a París, donde residió la mayor parte del tiempo en una institución, el Colegio de España, controlado por el gobierno de la República.
Baroja se pasó la guerra dejándose cortejar por los unos y los otros, y él fue siempre muy consciente de que no encajaba en ninguno de los dos bandos. Pero tenía a su familia en la España sublevada y, para protegerla, no dudó en incurrir en ciertas humillaciones.
Hay una que Francisco Fuster no cita porque, aunque recurre con cierta frecuencia a la biografía de Miguel Pérez Ferrero, en la edición de 1972, no tiene en cuenta la primera edición, Pío Baroja en su rincón, un libro fechado en septiembre de 1938 y publicado por primera vez en Chile en 1940 (al año siguiente aparecería la edición española). Se trata de una biografía redactada, no a partir de documentos, sino de conversaciones con el propio escritor. El resultado, por tanto, aunque escrito en tercera persona, tiene más de autobiografía que de biografía. Pío Baroja lo avala en el prólogo, fechado en París, Cité Universitaire, 1938: “Ya expresados y contados los recuerdos, la versión de ellos de Ferrero es exacta y fiel y más literaria que la mía, que siempre se resiente de seca y esquemática”.
En el último capítulo de ese libro, se insinúa una conversión religiosa, consciente Baroja, antisocialista y anticomunista, partidario de una dictadura militar, de que su anticlericalismo era lo quizá lo único que le distanciaba del nuevo régimen, con el que se esforzaba en congraciarse. El último capítulo del libro se titula “Los evangelios” y en él leemos: “Los tres evangelios primeros, que son los que se llaman sinópticos, porque tienen el mismo orden, presentan unas pequeñas diferencias que hacen que la figura de Jesucristo se tome desde distintos puntos de vista, y que ello le proporciones un relieve inmenso”. Sobre el cuarto evangelio, el de San Juan, opina que “constituye un poema inmenso de difícil superación. Es la lectura menos cansada y más bella que conozco”. Según Pérez Ferrero, en el Colegio de España, la lectura más frecuente de Baroja eran los evangelios. Una tarde alguien se le acercó y le preguntó extrañado: “¿De modo que usted lee ahora todo eso?”. La última línea del libro dice así: “Baroja se conformó con sonreírle”. Y el escritor, ya lo hemos visto en el prólogo, avala ese final que pretendía dar la impresión de vuelta al redil, una moda en aquel tiempo (recordemos a Manuel Machado).
Los años de París fueron especialmente fructíferos para la obra de Pío Baroja. París era una ciudad que conocía bien y que le había seducido, primero en sus lecturas de Balzac y la literatura folletinesca, y luego en su inicial visita a finales del siglo XIX, y en la que había trabado contacto con exiliados de la primera república, como Nicolás Estévanez. Dos de las mejores novelas de Baroja, Las tragedias grotescas y Los últimos románticos transcurren en el París del Segundo Imperio. Otro París, el de los años treinta, vuelve a ahora a convertirse en escenario de sus últimas novelas de algún interés: Susana (1938) y Laura o la soledad sin remedio (1939).
Regresado de Francia en 1940, Baroja es un superviviente, ya ha vivido todo lo que tenía que vivir y por eso, a partir de entonces, los que destaca de su obra son los libros memorialísticos, Desde la última vuelta del camino, en buena parte recopilación de textos anteriores, y las páginas que proceden de su estancia en Francia, escritas en muchos casos a partir de artículos o borradores redactados en Francia: Aquí París,Paseos de un solitario.
También de esa época fértil proceden las Canciones del suburbio, el único libro de poemas en verso que escribió el autor de excelentes poemas en prosa que fue Pío Baroja. El libro apareció en 1944, pero su último poema está fechado en junio de 1940, y sus versos iniciales (“Si tenía alguna suerte, / la tiré por la ventana. / Si tenía algún talento, / se lo ha llevado la trampa”) recuerdan el prólogo al libro de Pérez Ferrero: “Ahora mismo, ya viejo, en un momento en que todo lo que tenía se lo ha llevado la trampa, he conservado la serenidad”.
Francisco Fuster cita a menudo estos desajustados versos, que tanto irritaron a Pedro Salinas, para reflejar las experiencias parisinas de Baroja.
Francisco Fuster, excelente divulgador, parece haberlo leído todo sobre Baroja y sabe resumirlo con pericia. No parece, sin embargo, haberse dado cuenta de la importancia de estos años en la obra de Baroja. Contradiciendo lo que afirma Marañón en su obra, Españoles fuera de España, llega incluso a escribir que “es muy complicado encontrar algún aspecto favorable en el balance de lo que fue su estancia en París durante el período que transcurre entre 1936 y 1940” . Lo que se deduce de su libro –y de los cientos y cientos de páginas que Baroja escribió sobre esa experiencia– es todo lo contrario.
Extraña un poco que Francisco Fuster no parezca conocer –no lo cita– el mejor libro que se ha escrito sobre el París de Baroja y de Azorín y de los otros escritores que pasaron en la capital francesa la guerra civil: La ciudad de los pasos lejanos, de José Muñoz Millanes, un libro en el que la erudición se hace poesía, una memorable obra maestra en la estela de Baudelaire, Modiano y Benjamin.