Impenitente. Una defensa emocional de la fe
Francis Spufford
Traducción de Catalina Martínez Muñoz
Turner. Madrid, 2014.
Como siempre ocurre, unos ven la botella medio llena y otros medio vacía. Es bien cierto que las diversas confesiones religiosas –el islamismo, el judaísmo, el cristianismo, con sus diversas variedades, a menudo enfrentadas, por citar las que nos resultan más cercanas– no cuentan hoy con la influencia que tuvieron en otras épocas, pero siguen condicionando la vida política y social de creyentes y no creyentes en multitud de países.
Francis Spufford, ensayista inglés, prefiere ver la botella medio vacía: “Mi hija acaba de cumplir seis años. En algún momento del año que viene descubrirá que sus padres son raros. Son raros porque van a la iglesia”. En la nota de la contraportada se muestra más combativo: “Creo en Dios, para mí el cristianismo tiene sentido y estoy harto de que ustedes, los ateos y agnósticos, se crean más listos que yo”.
Como ateo y agnóstico (más ateo que agnóstico en lo que a esta cuestión se refiere), acepto de inmediato el reto, no para demostrar quién es más listo, no se trata de eso, sino con la curiosidad de ver razonada la fe, ese oxímoron.
Pero Spufford no es un buen polemista, sin que eso le quite valor a su apasionante ensayo. Pretende explicarnos el sentimiento religioso, ofrecernos una “defensa emocional de la fe” (así se subtitula el libro) y en seguida se centra en la fe cristiana –como si las otras religiones no fueran religiones verdaderas o verdaderas religiones– y dentro de ella, en la Iglesia de Inglaterra, que no representa, ni de lejos, el sentir de la mayoría de los cristianos.
Seguro que la mayoría de los lectores españoles, si son creyentes, se consideren, si no ofendidos, al menos extrañados, de que considere, entre los “aterradores cristianos de la historia” tanto a las milicias serbias como al papa Pío IX. O, peor aún, que no incluya a los millones de católicos que creen en el infierno entre los cristianos de verdad: “El infierno sigue siendo popular –basta con ver cómo lo invocan los tabloides cada vez que necesitan describir un acto de maldad–, pero ha dejado de serlo entre los cristianos de verdad. La mayoría de los cristianos no creemos en el infierno desde hace varias generaciones”. La razón: “el infierno colisionaba con elementos mucho más básicos de la religión, y nuestra inteligencia colectiva decidió finalmente corregir el error”. Y luego, en el estilo coloquial que caracteriza buena parte del ensayo, insiste: “Lo prometo. ¡¡Se acabó el infierno!! ¡¡Es oficial!”
Invalida un tanto la reflexión de Spufford, como el de tantos otros apologistas de la religión, el que no acierta a distinguir cuando está hablando de la religión en general y cuando de su propia confesión.
La “oficialidad” que él proclama para la abolición del infierno vale tan poco para la generalidad de los cristianos como sus afirmaciones referidas a la moral sexual: “Lo limpio y lo sucio son categorías propias de las religiones normativas, no del cristianismo. Cuando se trata de adultos que consienten libremente, deberíamos dar tan poca importancia a la lista de actos sexuales prohibidos como a la lista de alimentos prohibidos”. Y en apoyo de su opinión utiliza los evangelios: “En el relato fundacional del cristianismo, el sexo no tiene la más mínima importancia. A Jesús no le pareció que valiese la pena mencionarlo”.
A menudo los ateos y los agnósticos son más respetuosos con la religión que los creyentes. Los creyentes, a lo largo de la historia, han tendido a respetar solo la suya, la única verdadera, y a arremeter contra los que tenían una creencia distinta o se permitían la más mínima libertad en cuanto a la interpretación de cualquier dogma.
Al esforzado defensor del cristianismo que es Spufford en otras épocas los buenos creyentes le habrían llevado a la hoguera y en la nuestra –en este siglo XXI–, es muy probable que hubiera sido condenado y expulsado en la mayoría de las iglesias cristianas; es muy posible que solo en la suya, tan respetuosa por otra parte de la tradición, se permitan tales libertades de pensamiento.
Francis Spufford cree en Jesús, y uno de los capítulos del libro se dedica a recontar hermosamente su historia, pero no está muy claro que crea en la otra vida y no piensa que esa creencia sea esencial al cristianismo. Para él, lo que Jesús dijo fue que había venido a traer “vida en abundancia”, vida sin límites, pero esos límites se pueden entender relacionados con la duración o de otra manera. No es obligatorio entender que, “si creemos en Jesús, viviremos por siempre con él en el cielo”. Spufford no está seguro de que exista el cielo, y en cualquier caso eso le importa poco.
Pero lo más curioso es que cree en Jesús, y en que Jesucristo es Dios, pero no está seguro de que Dios exista. Tras afirmar, al final de su libro, que, pase lo que pase, las iglesias seguirán abiertas y “Dios seguirá estando ahí, iluminándonos”, continúa: “Eso, claro está, si es que Dios existe. Bien pudiera ser que no. Yo no lo sé”.
Decía Jon Juaristi que se había convertido al judaísmo porque era la única religión en que era posible ser ateo. Si hemos de hacer caso a Francis Spufford, también es posible en la Iglesia de Inglaterra.
Contradictorio, apasionante, reflexivo y confesional, lirico y coloquial (al pecado lo denomina la PHaC , que quiere decir “la propensión humana a cagarla”), el libro de Francis Spufford nos demuestra que creer “es una costumbre / que suele tener la gente”, como diría Borges, al margen de su cultura y de su nivel intelectual, y que unas veces las hace mejores y otras, demasiadas, peores (exactamente igual que la falta de fe).
Las diversas creencias, las distintas religiones, son respuestas distintas a una única pregunta. Y esa pregunta –que no tiene respuesta– es lo único siempre verdadero.