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Manuel Vilas, eficacia probada

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El hundimiento
Manuel Vilas
Visor. Madrid, 2015

No sé si alguien ha caído en la cuenta de lo mucho que tienen en común los programas televisivos de máxima audiencia, los reality, con el género literario de la autoficción, que  tan de moda se puso a la par que ellos. En ambos casos se juega con los límites entre la realidad y la ficción, entre lo espontáneo y lo guionizado.
            Mucho de reality show tiene la segunda etapa de la poesía de Manuel Vilas, la que le ha convertido en uno de los poetas más reconocidos y premiados del momento. Antes de la publicación de El cielo (2000), era un autor cuya discreta poesía neocernudiana pasaba sin pena ni gloria. A partir de ese libro, sustituyó el educado tono menor por el grito, la sutileza por la brocha gorda y los índices de audiencia crecieron de inmediato. Cito un fragmento de un poema en que nos cuenta su visita a Lourdes: "Cené en Mc Donald's, porque en Lourdes hay Mc Donald's, / una buena hamburguesa con patatas fritas, y un vaso / de coca cola con hielo, treinta y cinco / francos, comí al lado de monjas, postulantes, novicias y creyentes. / Yo, un hombre solo, una mano en la hamburguesa, / en la otra una patata, larga y amarilla, fina y quemada, / un turista absurdo, un tipo que viaja / a los confines morales de este mundo blanco; la mano se corona / con un rosario o con una navaja, tal vez con las dos cosas juntas".
            El autor se convierte en personaje --Gran Vilas se titula su anterior libro de versos--, un personaje que llora, grita, filosofa, se desnuda, se desespera, se emborracha ante el lector. No es nada nuevo, por cierto, este tipo de poesía: Walt Whitman no dudó en titular "Canto a mí mismo" una de las secciones de sus Hojas de hierba. Lo novedoso es la estridencia, la falta de matices, la voluntaria o involuntaria comicidad.
            Abundan en El hundimiento, como en toda la poesía de Vilas (también exitoso novelista), los poemas que cuentan una historia, siempre tremebunda. En "Orange", la protagonista quiere abandonar a su familia y queda con el amante en una cafetería (lleva en el coche "dos maletas y el portátil"), pero este no aparece: "Volviste a casa y tu marido te rompió la cara. / Te dio una bofetada salvaje que te dañó el oído / y no oías los insultos, / eso te ahorraste". Sigue luego la sucesión de desgracias (que yo copio sin marcar la diferencia entre los versos): "Aquella noche dormiste en un hotel barato del centro. Pero no podías dormir. Bebías más. Te quedaste dormida por efecto del alcohol y a las tres horas te despertaste con un ataque de pánico. Tu marido dijo que no volverías a ver a tu hijo. Llamaste a una amiga, que no ayudó. Al día siguiente acudiste a tu trabajo, y a los tres días tu jefe te despidió. Dijo que no quería mujeres desesperadas en su empresa". Despido improcedente se llama esa figura.
            Otras historias son quizá alegóricas. En "Los nadadores nocturnos", todos los días va a nadar al gimnasio un grupo del que el hablante del poema forma parte. Están allí hasta que cierra. Luego van emborracharse a un bar "regentado por chinos casi muertos, / después de haber nadado hasta el agotamiento". No se hablan. Los versos finales dicen así: "Siempre estamos esperando / que alguno no venga nunca más, / pero resistimos como hijos de perra, / todo un misterio de los nadadores nocturnos". Todo un misterio ciertamente.
            Pero la mayoría de los poemas de El hundimiento tienen un tono de desgarrada confesión personal. No parece haber mucha literatura en el titulado "974310439" --un número de teléfono--, dedicado a la muerte de la madre: "Quien me trajo al mundo se ha ido hoy del mundo. / Ella, que me llamaba a todas horas, para saber de mí".
            Los poemas de El hundimiento están llenos de pequeños detalles que pretenden dar verosimilitud y realismo al poema. A menudo son precisamente esos detalles, que se pretenden exactos, los que nos hacer ver que estamos solo ante una fórmula aplicada un tanto mecánicamente. Un ejemplo. En el poema "1980" compara su vida, a los cincuenta y un años, con la del padre cuando tenía la misma edad: "Salimos los dos al mismo tiempo y montamos / en sendos automóviles, / el mío tiene música y el tuyo solo radio, / tu Seat 1430, y tal vez sea esa la única diferencia". ¿Qué radio es esa en la que no se emite música?
            Es fácil caricaturizar la poesía de Manuel Vilas. Qué inverosímiles los neonazis de “El IV Reich”, qué ridículo su lamento porque Azorín, Baroja, Machado, Lorca, Unamuno no hubieran sino unos borrachos (“Red, red wine”).
            Y sin embargo, a pesar de todo, es difícil escapar a la fuerza de algunos de estos poemas –“Spiritual”, por ejemplo--, hechos quizá más para ser declamados que para la lectura silenciosa y atenta. Emocionarse con estos versos, y emocionantes son muchos de ellos, requiere poner a un lado el espíritu crítico, lo mismo que cualquier reality. “Sangra la ficción por todo mi cuerpo”, nos dice en “Spanish dream”, y a veces es sangre verdadera. Pero leemos, en el mismo acumulativo poema, “España, pensé en pasar de ti, pero no puedo, eres mi esposa”. ¿No se puede “pasar” de una esposa, no existe el divorcio? Quienes disfrutan, se emocionan y conmueven con programas como “Hay una cosa que te quiero decir” no deben perderse El hundimiento, real como la vida misma cuando está adecuadamente guionizada. 

Xuan Bello: Una especie de música

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Las cosas que me gustan
Xuan Bello
Traducción de José Luis Piquero
Xordica. Zaragoza, 2015.

¿Cuál es el secreto de la literatura de Xuan Bello? ¿Por qué un puñado de artículos escritos en un dialecto minoritario, el asturiano occidental, reunidos en libro con el título de Unas poucas cousas guapas (2009) y traducidos ahora al castellano (Las cosas que me gustan) yal catalán (Unes cuantes coses boniques)sigue conservando intacta su capacidad de fascinación?
            En primer lugar, porque esos artículos, publicados semanalmente en el desaparecido Les Noticies, eran periodismo y eran literatura, no se limitaban a glosar la perecedera actualidad, estaban ya concebidos como partes de un todo, como evocación de momentos felices –de ahí el título-- y estaban escritos con voluntad de estilo.
            Y en segundo lugar porque Xuan Bello tuvo muy claro desde el principio que el carácter universal de una literatura no tiene nada que ver con el número de hablantes de la lengua en que se escribe. En inglés, en español, en chino se publican textos que no interesan más allá de los límites de una región o de cuatro amigos, mientras que en la lengua más minoritaria –en la que solo hablan unos pocos miles de personas– se pueden escribir obras que trasciendan las fronteras y los siglos. La traducción es parte, y una parte esencial, de la historia de la literatura.
            A la manera de los tesoros enterrados en la infancia --"una llave oxidada, un cromo de Gento, dos huesos de melocotón, un martillo con el mango podrido y una piedra muy rara, de color verde"-- y del mapa que lleva a ellos, Unas pocas cosas guapas (mejor esa versión literal que el título que le han puesto en español) pretende ser un recuento de momentos felices, de lugares, de lecturas y fantasmagorías. El maestro más evidente de esta prosa lírica y divagatoria, que gusta de entremezclar el detalle exacto con la ficticia erudición, se encuenta en Álvaro Cunqueiro, a quien se homenajea en uno de los capítulos. Pero Xuan Bello tiene personalidad propia, no es un epígono más del maestro de Mondoñedo.
            Entremezclan las páginas de Unas pocas cosas guapas lo vivido y lo soñado, lo leído y lo fantaseado en las tardes ociosas, ante un vaso de buen vino, mientras asciende, el humo del cigarrillo. En ellas están Coimbra y Lisboa y Roma y Nueva York, pero también las tierras del occidente asturiano, recorridas a pie o a caballo: "Allí el mundo se llama Villapedre, Tox, Vigo, Veiga, Santiago, Barañu: si vienes de El Chanu de Luarca pronto de das cuenta de la fuerza de la idea, de la sutilidad de la frontera".
            Xuan Bello cuenta cuentos, y lo hace como nadie, pero no todo lo que parece cuento en su prosa hipnótica lo es. En algún caso, yo mismo puedo ser notario de la fidelidad de su memoria: formaba parte del grupo de amigos que en el Nueva York insólitamente rural de Staten Island buscaron un templo tibetano y lo encontraron escondido entre colinas, en un rincón secreto que parecía lejos del mundo y estaba a dos pasos de Manhattan; y le acompañé, junto a José María Micó, por las calles de Lisboa, en aquella mañana que se vuelve mágica en su prosa, hasta la Praça do Príncipe Real, con su árbol inmenso bajo el que parece que podría resguardarse entero el rebaño del homérico cíclope.
            Leer a Xuan Bello es como ponerse a escuchar el piano, la flauta o la gaita de  un genial improvisador: unos temas llevan a otros, las variaciones parecen inagotables, se suceden la exaltación y la melancolía, y tras conseguir que la emoción nos nuble la vista inicia un saltarín paso de baile. ¿Importa algo que lo que nos cuenta ya nos lo haya contado antes, que esa cíta de Andrade ya la haya repetido más de una vez? La alacridad de estas melodías no fatiga nunca.
            Hay pasajes de este libro (el recuento de puentes y de fuentes, aquel atardecer en Terracina) que valen por un poema en prosa, pero el autor sabe escapar a tiempo de los riesgos del lirismo, que solo resulta aceptable en pequeñas dosis.
            Se agradece que ponga a menudo los pies en la tierra, que hable de amigos y de libros concretos, que entremezcle recuerdos de infancia con anécdotas de su vida de escritor que frecuenta congresos y vanidades y que no olvida los esfuerzos por imponer el asturiano como lengua literaria; también, los escasos momentos que anclan estas divagaciones a la actualidad periodística del momento en que fueron escritas.
            Siempre el mismo y siempre diferente, nunca nos cansamos de leer a Xuan Bello --el más local y el más universal de los escritores asturianos-- como nunca nos cansamos de escuchar a Mozart.
           


            

El arte de la entrevista

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Vidas contadas
Marino Gómez-Santos
Renacimiento. Sevilla, 2015.


César González-Ruano, uno de los maestros de Marino Gómez-Santos, definió la entrevista periodística como "la necesidad al servicio de la vanidad". Y lo explicaba --precisamente en una conversación con Gómez-Santos-- de la siguiente manera: "Casi nadie ha ido a hacer una entrevista a nadie con ganas, sino por ganarse unos duros con la colaboración de un tío conocido que, el ochenta por ciento de las veces, a la juventud naturalmente iconoclasta del que le hace la entrevista, le parece una especie de memo afortunado".
            Marino Gómez-Santos, ovetense de 1930 que a los veinte años se plantó en Madrid con un libro sobre Clarín bajo el brazo y lleno de ambiciones literarias, se hizo en seguida un nombre como renovador del no demasiado valorado género de la entrevista. Eran las suyas largas conversaciones no sujetas a la inmediata actualidad ni tampoco atenidas a un cuestionario previo. Sus primeros éxitos los consiguió acercándose a los grandes nombres de la España anterior a la guerra civil. Todo aspirante a escritor que llegaba entonces a Madrid lo primero que hacía era "ir al café Gijón y luego a casa de don Pío para hacerle una entrevista". Él no solo fue al café Gijón sino que le dedicó un espléndido libro que causó cierto escándalo y no entrevistó una vez a Baroja, sino docenas de veces, e incluso le ayudó en alguna de sus obras epigonales, tan reiterativas como llenas de encanto.
            Las entrevistas de Gómez-Santos se publicaban en el diario Pueblo,dirigido por Emilio Romero, a lo largo de toda una semana. Muy pronto comenzaron a recopilarse en libros, como Diálogos españoles, de 1958, o a formar ellas mismas un pequeño volumen, como Gregorio Marañón cuenta su vida, de 1961.
            Vidas contadas reúne una selección de las conversaciones con escritores. Comienza con dos que ya se incluían en la primera recopilación, las dedicadas a Azorín y a Marañón, y que están entre las mejores suyas. La conversación –es un decir-- con Azorín tiene el encanto de sus libros últimos, llenos de minucias eruditas y de destellos de inteligencia bajo su aparente grisura. Azorín ya era entonces, y desde hacía décadas, "el caballero inactual"; esa inactualidad contribuye paradójicamente a que su interés se mantenga intacto.
            A Marañón, una de sus grandes admiraciones, junto a Severo Ochoa, le dedicaría luego Gómez-Santos una ejemplar biografía, que no le quita valor a la síntesis biográfica preparada en varias visitas al mítico cigarral de los Dolores. De los liberales que trajeron la república y que pronto se desengañaron de ella, Marañón fue el único que consiguió ocupar un lugar destacado en la España franquista, como ya lo había ocupado, antes de hacerse republicano, durante el reinado de Alfonso XIII. Y lo hizo sin traicionarse nunca a sí mismo. Algo de su secreto se desvela en estas páginas pioneras.
            De gran interés, nada envejecida, resulta también la entrevista con Alejandro Casona a su vuelta del exilio. Es un Casona que no acaba de entender la paradoja de que le aplaudan los que le denostaban cuando el estreno de Nuestra Natacha y le ataquen los que le aplaudieron entonces, o sus herederos ideológicos. En la entrevista --que algo tiene de testamentario: Casona moriría imprevistamente no mucho después-- rememora su infancia asturiana, las andanzas con las Misiones Pedagógicas, la imposibilidad ya de un verdadero regreso: "A mí me ocurre ahora aquello que decía Rusiñol, que cuando el español va a América y vive un tiempo allí, termina teniendo dos patrias que son España y América, y después acaba teniendo una sola que es el barco, porque siempre quiere venir y cuando ha llegado está deseando volver".
            No todas las entrevistas que se recopilan en este tomo han envejecido igual de bien. Distante nos resulta Ignacio Agustí, tan distante como su literatura, y en exceso elusivo Wenceslao Fernández Flórez, un personaje que, como reconoce el propio Gómez-Santos, "se le escapó casi entero de las manos".
            No ocurre lo mismo con Eugenio Montes, quizá el más brillante estilista de la Falange, y un escritor con muchos recovecos --fue poeta ultraísta antes de dejarse deslumbrar por el clasicismo romano-- que no puede limitarse a su adscripción ideológica.
            A una etapa distinta pertenece la entrevista con Vicente Aleixandre, en la que nos sorprende encontrarnos al poeta Justo Jorge Padrón, momentos antes de recoger el Nobel de Aleixandre, "como un torero en las horas previas de su actuación en la plaza", tumbado en su suite del Gran Hotel, "rodeado de bellísimas mujeres". Luego se pasaría la noche "bailando con aquellas bellísimas mujeres que parecían damas de corte para un príncipe". Fue el máximo momento de gloria, de gloria prestada, del poeta canario.
            En sus entrevistas de la primera época, en sus memorias, tituladas muy significativamente  La memoria cruel, Marino Gómez-Santos ha acertado a contarnos como nadie la novela de la literatura, con sus figuras y sus figurones. Él mismo, a sus ochenta y cinco años, es todo un personaje que no cree haber recibido el reconocimiento que merece; le hace falta un entrevistador con idéntico talento e idéntica ambición que él tenía hace sesenta años.

            

Óscar Hahn, Loewe de línea clara

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Los espejos comunicantes
Óscar Hahn
XXVII Premio Loewe
Visor. Madrid, 2015.

Hasta hace poco había dos clases principales de premios de poesía: aquellos a los que había que presentarse, generalmente de manera anónima, destinados a poetas nuevos o poco conocidos, y aquellos otros a los que se daban sin necesidad de presentarse y que por lo general reconocían una larga trayectoria literaria. Los primeros eran, y son, innumerables, desde el veterano Adonais hasta el sustancioso Loewe, pasando por los que convocan editoriales, ayuntamientos, diputaciones; los segundos siempre se han contado con los dedos de una mano: el Premio de la Crítica, el Nacional de Literatura, el Cervantes, el Príncipe de Asturias.
            Últimamente las cosas han comenzado a cambiar. A Claudio Rodríguez, Ángel González o Francisco Brines, tras ser descubiertos por el Adonais, no se les ocurriría participar en ningún otro concurso. Luis Antonio de Villena, Jaime Siles o Guillermo Carnero, a pesar de que ya están en las páginas de la historia literaria, no dudan en competir por los más sustanciosos galardones (a veces los mismos en los que ellos actúan habitualmente de jurados).
            Por eso sorprende menos, aunque algo sorprende, que el premio Loewe lo haya obtenido en su última convocatoria Óscar Hahn, un poeta chileno de 1938, cuyas poesías completas, Archivo expiatorio (1961-2009), prologadas por Luis García Montero, ya habían sido publicadas por la editorial Visor.
            Los espejos comunicantes es un libro de fácil lectura y de apariencia menor. A más de un lector le extrañará encontrarse con un poema infantil inspirado en una historia de E. T. A. Hoffmann: “Muñequitas de madera / lindas muñecas mecánicas / todas con ojos de vidrio / y colorete en la cara”.
            Tampoco falta el poema que es poco más que simplismo y buenas intenciones. “¿Es que existe en el mundo alguna guerra / que no sea sucia?” comienza el titulado “Guerra sucia”. Y en “Nueva paradoja de Zenón” critica que haya países donde a los dieciocho años un joven no puede beber alcohol, pero puede ser enviado a la guerra.
            Son los inconvenientes de una estética realista que, al no jugar a oscurecer el verso o a destruir el lenguaje, no puede encubrir ninguna incursión en la obviedad o el tópico.
            Pero en el epigonal y a ratos algo desganado Los espejos comunicantes sigue estando presente el gran poeta que es Óscar Hahn, un poeta de línea clara, refractario a las vanguardias, uno de los más notables poetas de este tiempo.
            Los mejores poemas del libro nos cuentan una historia emparentada con la literatura fantástica. En “El recién llegado”, el difunto “que no sabe / todavía dormir el sueños eterno”, “mira a su alrededor desorientado / como cuando una noche despertamos / en una habitación desconocida / y buscamos el cielo raso, el cuadro / familiar el teléfono las fotos / y nuestra ropa encima de la silla”.
            “Teoría de la relatividad” nos cuenta una historia de fantasmas (no es la única); el imaginario de ciertas películas de terror o de ciencia ficción aparece en otros poemas, y en “Transformers” le sirve para conseguir un original poema erótico.
            No desdeña el humor Óscar Hahn (“Reloj de pie”) que contrasta con el directo sentimentalismo de otros poemas: “un amor indecible como este loco amor”.
            Los defectos son la otra cara de las virtudes de un poeta; cada estética permite determinados aciertos, posibilita determinadas caídas. La poesía fácil de Óscar Hahn –fácil de leer y en algunos casos diríamos que fácil de escribir– resulta memorable en poemas como “En la tumba del poeta desconocido”, “Solitude” o “La suprema soledad”, dedicado a Miguel de Unamuno.
            A partir de cierta edad, los poetas no escriben nuevos libros de poemas, sino solo poemas sueltos que añadir a una obra ya hecha. Es quizá lo que le ocurre a Óscar Hahn en Los vasos comunicantes.


Los diarios de Iñaki Uriarte

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Diarios 2008-2010
Iñaki Uriarte
Pepitas de calabaza. Logroño, 2015.

Hay libros que son la obra de toda vida. El diario de Iñaki Uriarte, que comenzó a publicarse en 2010, cuando su autor había cumplido ya los sesenta años es uno de ellos. Una segunda entrega apareció al año siguiente y la tercera acaba de llegar a las librerías. No son obra distinta, sino partes del mismo libro y de ahí que compartan título (o ausencia de título: Diarios es más bien un subtítulo) y un diseño gráfico que lleva a confundir unas entregas con otra.
            Contra todo pronóstico, estos diarios llamaron la atención de críticos y lectores desde el primer momento. Hoy, cinco años después de su aparición, son ya un clásico. No se puede hablar del diario en España sin mencionar, en un primerísimo lugar, el nombre de Iñaki Uriarte. Lo que a Andrés Trapiello, Miguel Sánchez-Ostiz o José Carlos Llop les costó tomos y tomos, Uriarte lo consiguió con unas pocas páginas.
            Las razones de ello son fundamentalmente dos. La primera que el autor no había publicado libro ni apenas había publicado nada (dos poemas en una revista de los años setenta, alguna reseña), pero no era un desconocido. Desde los tiempos en que colaboraba en La moneda de hierro, junto a Félix de Azúa, Luis Antonio de Villena o Fernando Savater, había cultivado la amistad de los más destacados nombres de su generación, y no solo de ellos. Era el lector atento, la persona cordial, el confidente discreto que siempre estaba en el lugar adecuado en el momento justo. No se había dedicado a nada, salvo a leer y a vivir, no hacía sombra a nadie. No parecía que fuera a hacerla tampoco con un puñado de anotaciones aparecidas en una editorial provinciana.
            Pero había otra razón, la fundamental: Iñaki Uriarte no necesitaba ese instantáneo coro mediático, tan útil sin embargo, para fidelizar a los lectores. Bastaba abrir su diario por cualquier página, bastaba leer dos o tres de sus mínimas entradas, para quedar seducido de inmediato, para convertir la primera entrega de sus diarios –complementada con los que vinieron después– en un libro de cabecera. Y este es el motivo de que algunos de los elogiosos ditirambos con que se recibieron se convirtieran después en resentidos silencios. Iñaki Uriarte dejaba de ser un simpático personaje del entorno literario para se alguien que llegaba para quedarse y hacía sombra.
            La máxima del minimalismo, menos es más, la domina Iñaki Uriarte como nadie. Buena parte de su diario son citas, breves citas de unos pocos libros a los que vuelve siempre: Montaigne, en primer lugar. Citas, tan bien seleccionadas, que nos sorprenden aunque sean de un escritor que conocemos bien. A menudo, ni siquiera necesita comentarlas para hacerlas propias.
            Otro elemento constante es el elogio de la pereza, del levantarse tarde, del disfrutar del instante en una playa, en la terraza de un hotel, en casa con un libro en las manos. La vida de Iñaki Uriarte ha sido lo que tradicionalmente se denominaba “vida de un rentista”: nunca ha necesitado trabajar, y con frecuencia alude a ello con algo de apenas disimulada mala conciencia. Para ganarse la simpatía del lector no deja de insistir en su poca voluntad, en las limitaciones de su carácter. No lo necesita. Le basta con su sentido común, con su sentido del humor, con una inteligencia que se muestra, sin deslumbrar, voluntariamente asordinada, en cada página.
            Iñaki Uriarte, un hombre aparentemente sin biografía (en las solapas de sus libros se repite escuetamente que nació en Nueva York en 1946, vive en Bilbao y es de San Sebastián), sabe aprovechar al máximo sus más noveleros incidentes vitales: una detención durante el franquismo en la que conoció al policía Amedo; sus encuentros con gente importante (él siempre en discreto segundo plano); el exilio de su padre en Nueva York, donde fue amigo de Galíndez, el político vasco secuestrado, torturado y asesinado por Trujillo; la pensión que sus abuelos maternos tenían en la calle 82 Oeste, y en la que se alojó Rubén Darío; los pintorescos personajes de una familia de la gran burguesía vasca…
            También nos habla mucho de viajes, e Iñaki Uriarte sabe hacerlo sin incurrir en el tópico ni en la convencional postal turística. No menos interesante que su estancia en la Provenza, en Atenas, Berlín o Nueva York, son sus repetidas visitas a Avilés, donde afirma tener un palacio: el hotel Ferrera, y de donde es su mujer.
            El mayor protagonismo es quizá para el tercer miembro de esta singular familia: se llama Borges y es un gato tímido y sabio que se parece bastante al autor.
            Iñaki Uriarte tardó mucho en decidirse a publicar sus diarios. Esta tercera entrega se corresponde con el momento en que apareció el primer volumen y de ahí, afirma él, que le haya costado más escribirla. Antes escribía para sí mismo y ahora se siente observado. Teme molestar a alguien y por eso borra las entradas que considera maliciosas. El lector no se toma demasiado en serio esos escrúpulos. Iñaki Uriarte es un eficaz satírico de las tonterías del mundo contemporáneo y sabe poner a cada uno en su lugar, llámese Vargas Llosa o Chillida, o a tantos conocidos de los que no da nombre, ni  falta que hace. Actúa siempre con exquisita cortesía, como no queriendo molestar, pero sabe dar con el punto flaco. Así termina su referencia a la monja de un convento de clausura que les vende dulces a través del torno: “Nos cuenta que son veintidós monjas, seis de ellas jóvenes. Hay incluso una negrita recién llegada de Kenia que no sabe una palabra de español. Pienso en el puticlub Jamaica que hemos dejado atrás en la carretera”.
            Los diarios de Iñaki Uriarte, estemos o no de acuerdo con sus observaciones (lo estamos casi siempre), son uno de esos libros que nunca cansan y a los que nunca nos cansamos de volver.   


Alberto Manguel, autobiografía y erudición

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Una historia natural de la curiosidad
Alberto Manguel
Alianza Editorial. Madrid, 2015.

Nacido en Buenos Aires, pero criado en Tel Aviv, Alberto Manguel aprendió el inglés y el alemán antes que el español. De nacionalidad canadiense, vive en Francia en una antigua rectoría cercana al Loira que ha llenado de libros y que describe en el primer capítulo de La biblioteca de noche.  Su adolescencia es argentina: estudió el bachillerato en el afamado Colegio Nacional de Buenos Aires, donde tuvo como profesor a Isaías Lerner, y fue amigo y colaborador de Borges. Conoce a la perfección las principales literaturas, pero el aburrimiento le llevó a abandonar los estudios universitarios en el primer curso. Desde su inicial Guía de lugares imaginarios, de 1980, ha conseguido la hazaña de colocar misceláneas y divagaciones eruditas sobre la lectura y las bibliotecas, sobre Homero y Montaigne, sobre grandes obras o enormes minucias, entre los libros más vendidos.
            Le ayuda que escriba en inglés, le ayuda su relación –como traductor, como antólogo, como director de colecciones– con el negocio editorial. Alberto Manguel sabe que lo primero para vender un libro es encontrar un título adecuado. Su última obra podía haberse titulado Comentarios sobre el poema de Dante, pero se titula Una historia natural de la curiosidad; el grueso volumen tiene más, sin embargo, de lo primero que de lo segundo y eso hará que la curiosidad de algunos lectores se agoten pronto y lo dejen de lado, aburridos: la minuciosa glosa de los versos de Dante que llena la mayor parte de sus páginas no responde a nuestras expectativas.
            Pero Una historia natural de la curiosidad no es solo un libro sobre la Divina comedia, aunque le dedique la mayor parte de las páginas. Cada capítulo va precedido de una introducción en cursiva, no muy extensa (dos o tres páginas, pocas veces más) que puede ser leída independientemente y que en su conjunto constituyen una obra aparte de carácter autobiográfico. Algunas de las anécdotas que se nos cuentan son bien conocidas (Manguel se ha referido a ellas en varias ocasiones, especialmente en el libro Conversaciones con un amigo), pero otras se nos refieren por primera vez, como la pérdida temporal de la capacidad de hablar y escribir en las navidades de 2013. Llenas de serena emoción resultan las páginas que dedica a la vejez al comienzo del capítulo 15. Acalladas las pasiones, velados los sentidos, el placer le llega fundamentalmente “a través del acto de pensar”; los sueños y las ideas le parecen “más ricos y más claros que nunca”. Pero el cuerpo no deja que la mente se independice e impone continuamente su presencia, “mordiendo, rascando, apretando, aullando o cayendo en un estado de embotamiento o agotamiento injustificado”.
            Los breves pasajes autobiográficos constituyen lo mejor de Una historia natural de la curiosidad y podrían ser el germen de una obra aparte. Conviene anotar, sin embargo, que a Manguel, que tanto tiene en común con Borges (de él aprendió quizá el arte de las antologías temáticas), le falta una cualidad esencial del maestro argentino: no es un estilista, carece (al menos cuando escribe en español o cuando se le traduce al español) de eso que suele denominarse “calidad de página”.
            En los libros de Manguel, importa menos lo que tienen de estructurada monografía (a veces solo un recurso editorial) que las digresiones y las citas. Una historia universal de la curiosidad trata de responder a las preguntas fundamentales del  ser humano (“¿Qué es el lenguaje?”, “¿Quién soy?”, “¿Qué hacemos aquí?” se titulan algunos de los capítulos) basándose, no siempre de justificada manera, en los versos de Dante. El lector respira aliviado cuando se olvida de ellos y nos cuenta, por ejemplo, la historia de Raimondo di Sangro, príncipe de Sansevero, quien hizo “tantas cosas extraordinarias a lo largo de sus sesenta años de vida que es casi imposible mencionarlas todas”, o la del belga Paul Otlet, que quiso poner al alcance de cualquiera, mediante complejas técnicas bibliográficas,  la totalidad del saber humano, anticipando Internet. O cuando resume un cuento de los hermanos Grimm sobre la promesa de la Muerte de enviar antes a sus mensajeros.
            Como Umberto Eco, y siguiendo ambos la lección de Borges, Manguel le ha quitado el polvo a la erudición para ponerla al alcance de todos los lectores. Pero como el Umberto Eco de Historia de la belleza o Historia de las tierras y los lugares legendarios corre el riesgo de acabar publicando libros ilustrados que apetece más hojear y regalar que leer.

            

Miguel Brieva, la realidad y otros delirios

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José Luis García Martín

Lo que está pasando
Miguel Brieva
Penguin Random House. Barcelona, 2015.

El humor siempre ha sido una de las mejores herramientas para conocer la realidad, para saber lo que está pasando, como se titula la primera novela de Miguel Brieva, un humorista gráfico que es algo más que un humorista gráfico.
            Miguel Brieva se inició como autor y editor de la revista Dinero (recopilada luego en un volumen) y destacó pronto por la mezcla de unos dibujos que recordaban a las imágenes publicitarias de los años cincuenta y unos textos que daban la vuelta, o ponían de vuelta y media, a los adormecedores tópicos de la ideología neocapitalista.
            Lo que está pasando o Lo que me está pasando, que de las dos formas aparece el título, adopta la forma del diario (“Diarios y delirios de un joven emperdedor” se subtitula). Se trata de una novela gráfica, pero el texto tiene tanta importancia como las imágenes. Desde el primer capítulo –ciertamente impactante– sabemos que vamos a encontrarnos con algo más que con costumbrismo y sátira. Así comienza: “He muerto. Mi cuerpo yace sin vida en la sala principal de la oficina de empleo. Sin embargo, todo transcurre con absoluta normalidad: la gente aguarda su turno, los empleados teclean en sus ordenadores, los fluorescentes del techo emiten su zumbido monocorde… Al cabo de unas horas, de mi cadáver comienzan a brotar unos filamentos luminosos que se propagan en ondulaciones por toda la estancia, pero tampoco esto parece llamar la atención de nadie”.
            Miguel Brieva es un buen lector de Kafka y el capítulo inicial de su novela –que tiene valor independiente, como todos los del libro, sin que eso impida la unidad del conjunto– podría formar parte de cualquier antología de la literatura fantástica, pero de una literatura fantástica que a la vez fuera minuciosamente realista, como toda la obra del autor de La metamorfosis.
            El segundo capítulo, tras el prólogo espectacular (técnica muy cinematográfica), comienza parodiando la escritura diarística: “Antes de nada, quisiera disculparme ante mí mismo por estar haciendo esto. Esto de escribir un diario o lo que sea. Odio este tipo de cosas. No entiendo a la gente que va por el mundo escribiendo todo el rato sobre sí misma… ¿No se aburren? ¿Qué interés le pueden encontrar?”
            Junto a Kafka, otro de los maestros de Miguel Brieva es Fernando Pessoa. Como Pessoa, ha jugado también a la invención heteronímica y uno de sus libros –que incluye poesía en línea y poesía en verso, aforismos y ocurrencias varias– se titula Obras incompletas de Marcz Doplacié.
            Aforismos de diversos autores (reales o inventados) separan los capítulos de esta peculiar novela, de este libro de humor que es algo más que un libro de humor: “Porque yo soy del tamaño de lo que veo y no de mi estatura” (Pessoa), “Los ángeles vuelan porque se toman a sí mismos a la ligera” (Chesterton), “La imaginación es libre, el hombre no” (Buñuel), “Para vivir fuera de la ley tienes que ser honrado” (Bob Dylan). Pero también muchos comienzos de capítulo no desmerecerían en cualquier recopilación aforística: “La mirada de un niño pequeño siguiendo la trayectoria de un sonajero es la misma de un astrónomo escrutando los confines del universo. Máxima curiosidad, plena atención de los sentidos, total entrega… y absoluta ignorancia de lo que en verdad acontece ante sus ojos”. En ocasiones parodia el arte de la alusión y elusión gongorinas. Así nos informa de que se dedicó a repartir propaganda por las calles: “También pasé horas y días repartiendo árboles seccionados  en formatos cuadrados y cubiertos con inscripciones”.
            Víctor Menta, el protagonista del libro, tiene treinta y dos años, ha estudiado Geología, vive solo en casa de su abuela (muerta hace un año), de vez en cuando come con sus padres, solo encuentra trabajos ocasionales (en los que dura poco), está deprimido, visita a una psicóloga (que le aconseja escribir un diario “para ordenar sus ideas”), fuma porros, participa en algunas protestas ciudadanas y recibe los palos de la policía… Pero también conoce a un hombre invisible, le acompaña un doble, habla con las plantas, no distingue bien entre el sueño y la realidad. Lo que podría quedarse en un panfleto, en un ejercicio más de denuncia y demagogia, se convierte en una caja de sorpresas que no condesciende jamás con la obviedad ni con el tedio.
           

            

Manuel Neila, signos de admiración

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El escritor y sus máscaras
Manuel Neila
Pigmalión. Madrid, 2015.

La crítica literaria se ejerce de muchas maneras. La que se publica en la prensa diaria, la que da cuenta de las novedades que acaban de llegar a las librerías, cumple una doble función: informativa y valorativa. Pero ambas, muy a menudo, no son otra cosa que la prolongación de la publicidad editorial.
            No es el caso de Manuel Neila, poeta, diarista, traductor, cultivador y estudioso del aforismo. Los libros de los que él se ocupa no aspiran nunca a la categoría de best seller, sino más bien todo lo contrario. Sus preferencias van hacia los raros y olvidados, pero sin desdeñar por eso a los clásicos que están en la mente de todos, a sus maestros, por lo general autores que se movieron en los terrenos fronterizos en los que no resulta fácil distinguir literatura y pensamiento, poesía y filosofía.
            En Los escritores y sus máscaras, colección de reseñas y ensayos escritos a lo largo de una década, nos encontramos con Leopardi y Nietzsche, con Juan Ramón y Antonio Machado, pero los capítulos más memorables del volumen, y los que más agradece el lector, son los que se ocupan de nombres menos canónicos.
            No podían faltar los aforistas, como el desconocido Antoine de Rivarol y el cada vez más apreciado Joseph Joubert. También se ocupa de los aforismos de Rabindranath Tagore, un escritor que hoy nos fatiga un tanto con su pedagógica sensiblería, y de los del casi secreto Nicolás Gómez Dávila, que se declaraba “enemigo de la modernidad” y aspiraba a ser “el perfecto reaccionario”, sin que eso le restara un ápice de lucidez ni de deslumbrante inteligencia.
            Dos son los momentos a mi entender más destacados de esta miscelánea. Uno de ellos lo constituyen las páginas dedicadas a Cristóbal Serra, el raro escritor mallorquín del que Manuel Neila es uno de los primeros especialistas. Se trata de un escritor sin género, muy parsimonioso en sus primeros años, y de abundante producción en la senectud. Serra comienza inventándose un heterónimo, escribe después un viaje imaginario a la manera de Swift, Viaje a Cotiledonia, y una Guía para el lector del Apocalipsis. Cultiva a su manera, heredera del surrealismo y de la filosofía de Oriente el aforismo y en uno de sus más sugerentes libros, Efigies, retrata y antologa a los más destacados cultivadores del género. Cristóbal Serra es uno de esos escritores al margen sin los cuales cualquier literatura está incompleta.
            El otro momento culminante del libro lo encontramos en el estudio sobre Guillermo Carnero, titulado,  muy atinadamente, “El hedonismo de la inteligencia”. No es un poeta fácil Guillermo Carnero. Tras deslumbrar, a los veinte años, con el culturalismo de Dibujo de la muerte, se internó luego por abstrusos caminos metapoéticos en los que al común de los lectores le resultaba muy difícil seguirle. Después de un dilatado periodo de silencio volvió con un libro, Verano inglés, en el que aunaba cultura y vida, hedonismo e inteligencia. Manuel Neila consigue hacernos ver “el dibujo en la alfombra”, la coherencia secreta de esos aparentes zigzagueos.
            En un libro titulado El escritor y sus máscaras, llama la atención la inclusión de un nombre que, si abundantemente citado como crítico y lingüista, rara vez resulta mencionado entre los creadores: Emilio Alarcos Llorach, quien aparece, además de en su calidad de estudioso, como creador empeñado “en mostrar la paradoja de la vida humana, que radica en el anhelo de eternidad del hombre, a sabiendas de que solo le está permitido conseguir la permanencia en el momento finito, temporal, del lenguaje; antinomia que se ha convertido en la piedra de toque de la mejor poesía de los tiempos modernos”.
            Termina esta miscelánea –en la que no quiero dejar de subrayar la evocación de Hélène Berr, una de tantas vidas “antes de tiempo y casi en flor cortadas” por el Holocausto– con un capítulo dedicado al filósofo italiano Franco Volpi con motivo de su libro El nihilismo. Las líneas finales valen tanto para el libro de Volpi como para El escritor y las máscaras o para la obra entera de Manuel Neila: “Es una invitación al placer de pensar libremente, sin las ataduras ideológicas habituales, antes de que otros lo hagan por nosotros”.

Emma Reyes, nacer en el infierno

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Memoria por correspondencia
Emma Reyes
Prólogo de Leila Guerriero
Libros del Asteroide. Barcelona, 2015.

La novela de la vida de Emma Reyes (1919-2003) daría para muchos volúmenes. Ella solo escribió uno y para ello tuvo que fingir que no lo hacía, que solo escribía cartas a un amigo, Germán Arciniegas. Ese delgado volumen, Memoria por correspondencia, se publicó por primera vez en una editorial colombiana el año 2012 y tuvo, con razón, un éxito inmediato: es una obra maestra.
            Cuando llegó a París en los años cuarenta, Emma Reyes no solo ignoraba el francés, sino que apenas había aprendido a leer y escribir. Tenía, sin embargo, un don innato para el dibujo y una ancestral sabiduría que no pasaba desapercibida para nadie. Vivó en Roma y en Jerusalén, asistió a las tertulias de Sartre, fue gran amiga de Alberto Morabia, protectora de buena parte de los pintores y escultores latinos que pasaron por París. Siempre se quejó de que recibía invitaciones de todas partes, salvo de su país, Colombia. No tenía ninguna cultura académica, pero, al contrario que Borges, sabía qué invitaciones debía aceptar y cuáles no. En 1983 fue invitada a una gran exposición que se celebraba en Santiago de Chile. Ella cogió un gran papel en blanco y escribió: "Regularmente yo pinto flores, pero donde no hay libertad no hay flores", firmó y lo envío para que fuera expuesto. No lo fue, naturalmente. Casada con un médico de la Armada francesa, pasó sus últimos años en una finca de los alrededores de Burdeos, bajo la sombra protectora de Montaigne.
            Emma Reyes era una gran narradora oral, contaba con gracia los episodios de su vida, llena de azares y encuentros inesperados. Pero nunca hablaba ni de su familia ni de su infancia. Se decidió a hacerlo cuando cumplió los cincuenta años, cuando podía contar todas aquellas desdichas como si le hubieran ocurrido a otra persona. Y lo hizo de la mejor manera posible, hablando por escrito con un amigo, sin preocuparse de las faltas de ortografía, que tanto la avergonzaban. Se tomó su tiempo: la primera carta es de 1969, la última de 1997. Pero parecen escritas de un tirón y de un conmovido tirón, aunque a veces nos dejen sin aliento, las leemos nosotros.
            La historia que nos cuenta Emma Reyes tiene dos partes y no sabemos cuál de las dos resulta más terrible: si la que vivió en la calle o la que pasó encerrada en un convento.
            El sabor de una magdalena mojada en té le trajo a Proust toda la memoria perdida de su infancia. Muy otro fue el acontecimiento que sirve de partida para estas evocaciones. Así comienza la primera carta: "Hoy a las doce del día partió del Elysée el general De Gaulle, llevando como único equipaje once millones novecientos cuarenta y tres mil doscientos treinta y tres noes lanzados por los once millones novecientos cuarenta y tres mil doscientos treinta y tres franceses que lo han repudiado". La renuncia del general le trae a la memoria su primer juguete, casi su único juguete, un muñeco de barro al que llamaban General Rebollo.
            Emma Reyes carecía de cultura literaria, más de una vez declaró que apenas había leído ningún libro, pero tenía una gran cultura, adquirida en su trato con gentes de toda clase y condición. Su libro podía tener solo un valor documental, ser una denuncia contra el maltrato de la infancia y el siniestro papel que la moral católica ha tenido en él, especialmente cuando se trataba de niños que era "hijos del pecado".   Pero es algo más, bastante más. Copio el final de una de las cartas: "Sentimos un ruido terrible, un ruido que no se parecía a nada, la gente empezó a correr en todas direcciones, la mayor parte se refugió en la iglesia, otros entraban a las casas, los chicos se subían a los árboles, el ruido se aproximaba cada vez más. De pronto vimos aparecer por detrás de la iglesia un monstruo negro terrible que avanzaba hacia el centro de la plaza. Los ojos enormes y abiertos eran de color amarillento y tenían tanta luz que iluminaban la mitad de la plaza. La gente se tiró al suelo de rodillas y empezó a rezar y a echar bendiciones; una mujer que tenía dos niños chiquitos los tiró al suelo y se acostó sobre ellos cubriéndolos como hacen las gallinas con los huevos. Unos hombres avanzaron hacia la plaza con unos grandes palos en la mano. El animal se detuvo en mitad de la plaza y cerró los ojos. Era el primer automóvil que llegaba a Guateque". García-Márquez no lo habría contado mejor. Y nada tiene que envidiar en irreverencia y gracia al famoso poema VIII de El guardador de rebaños la historia de un niño que se llamaba Jesús: "Ese niño Jesús tenía tres papás, uno que vivía con su mamá, que se llamaba José y que era carpintero; el otro papá era viejo con barbas y vivía en el cielo entre las nubes y ese papá si era muy rico. La monja nos dijo que él era el dueño de todo el mundo, de todos los pajaritos, de todos los ríos, de todas las flores, de las montañas, de las estrellas; todo era de él. El tercer papá se llamaba Espíritu Santo y no era un hombre sino una paloma que volaba todo el tiempo".
            Hay lugar para el humor y el amor en este libro que, a pesar de su minuciosa enumeración de estúpidas crueldades contra los seres más indefensos, carece del menor resentimiento y está escrito con la gracia de una narradora excepcional, cuya mayor virtud es respetar siempre el punto de vista de la niña que fue. No hay lugar para el rencor, aunque si infinidad de razones.
            Crónica de un tiempo sombrío, relato de terror con final feliz, Memoria por correspondencia es un de esos libros que, leídos una vez, nos acompañan siempre, una obra memorable escrita paradójicamente por quien --según sus detractores y según ella misma-- no sabía escribir.

Poesía y pseudociencia curricular

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El canon abierto. Última poesía en español
Remedios Sánchez García
Selección de poemas de Anthony L. Geist
Madrid. Visor, 2015.

Remedio Sánchez García, profesora de la Universidad de Granada, ha querido ofrecernos la primera antología verdaderamente rigurosa, elaborada por expertos, de la nueva poesía de lengua española. Al comienzo del volumen se enumeran las más de cien universidades que han colaborado en el proyecto; en el anexo I, los cerca de doscientos críticos e investigadores participantes. Interviene también, según se nos recuerda varias veces, un notario “del Ilustre Colegio de Andalucía, D. Joaquín Mateo Estévez, con domicilio en Málaga, calle Hilera 8, Edificio Scala 2000, portal 4, 5º A”. Cada participante debería aportar “un máximo de cinco nombres de autores nacidos a partir de 1970, aser posible no todos de la misma nacionalidad”. Los cuarenta más votados son los que se incluyen en la antología; en dos apéndices, se nos ofrece el listado de los que les siguieron en número de votos y el de los que fueron menos votados (en total, unas tres centenas de autores).
            Una antología consultada, pues, que se quiere presentar, si no como definitiva, sí como la primera que cuenta con todas las garantías de objetividad. Se trata de aplicar la ciencia de la literatura, tal como se practica hoy en las universidades, a un campo tan plural e inabarcable como es el de la poesía que se está escribiendo ahora mismo en todos los países de lengua española.
            Pero tal alarde de cientifismo no parece demasiado consistente. Las universidades participantes se enumeran, si están “indexadas”, de acuerdo “con el ranking de Shangai”, y si no por orden alfabético.  Sus nombres, en la mayor parte de los casos, no tienen otro valor que el meramente publicitario. ¿Destaca la Universidad de Harvard, aunque esté entre las primeras del mundo, por sus especialistas en la última poesía española? ¿Lo hace la École des Hautes Études en Sciences Sociales-París o la Universidad de Fez, en Marruecos?
            Tampoco Remedio Sánchez García, a pesar de la amplia bibliografía que maneja en su estudio inicial, da la impresión de ser una buena conocedora de la poesía española de las últimas décadas. Algunos ejemplos: califica a la poesía de los años cuarenta como “poesía desarraigada”, sitúa en la década de los cincuenta a poetas como Antonio Hernández, José-Miguel Ullán, Félix Grande o Ángel García López; habla de un grupo denominado la “Poesía del Desconsuelo” cuyo principal integrante es Jorge Riechmann… Cita mucha bibliografía secundaria y hace abundante uso de etiquetas ocasionales como si fueran definiciones científicas, pero no da la impresión de conocer de primera la obra de los poetas, la materia prima de cualquier estudio y de cualquier antología.
            A pesar de ello, El canon abierto resulta una antología en absoluto desdeñable. Entre los poetas con mayor número de votos se encuentran algunos destacados discípulos de García Montero (ganadores muchos de ellos del premio Emilio Alarcos y de otros premios de la factoría Visor), junto a autores hispanoamericanos poco conocidos del lector español.
            El poeta más votado fue Fernando Valverde, director del Festival Internacional de Poesía de Granada y uno de los propulsores de la antología-manifiesto Poesía ante la incertidumbre (2011), de la que este libro puede considerarse una versión ampliada y amparada en una coartada académica.
            El lector puede prescindir de toda esa parafernalia y comenzar la lectura directamente con los poetas seleccionados (la muestra de cada uno de ellos, muy acertada a jugar por los que conozco, se debe a Anthony L. Geist). El realismo, la denuncia, el lenguaje conversacional, se encuentran presentes en muchos de ellos. También un cierto ternurismo (muy en la línea García Montero), del que “Palabras a una hija que no tengo”, de Andrés Neuman, puede servir de ejemplo. Excelente resulta su “Oda sobre la oda del viejo ruiseñor” y sorprenden los poemas de Ana Merino. De los poetas americanos, destaca el dominicano Frank Báez, con su irónico “Autorretrato” que es una nueva versión del “Poema en línea recta”, de Álvaro de Campos; la colombiana Catalina González Restrepo, minimalista y recreadora de viejos mitos, como el de Penélope, en “Acertijo”; Roxana Méndez, de El Salvador, o Mario Meléndez, de Chile. De este último merece la pena subrayar “Mi gato quiere ser poeta”, un poema “basado en una historia real”, según el irónico subtítulo, que nos permite cerrar el libro con una sonrisa en los labios.
            Para entrar en contacto con la poesía más joven suelen resultar más útiles las cafeterías universitarias que las aulas; las revistas y los blogs de poesía en la Red que los catedráticos de Harvard; los recitales y las polémicas entre poetas que los forzados trabajos curriculares como el de Remedios Sánchez García, con mucho ruido bibliográfico y muy pocas nueces aprovechables.
              
           

             

Poesía latinoamericana, plural e inabarcable

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La nación generosa: 111 rutas al otro lado del mar
Selección de Ignacio Uranga
La Galla Ciencia, nº 3, Murcia, marzo 2015

El último número de la revista La Galla Ciencia, una revista-libro, es un tomo de más de trescientas páginas en el que se nos ofrece una muestra de un centenar largo de poetas latinoamericanos. Los editores le pidieron expresamente al antólogo –Ignacio Uranga– “incluir poetas de la totalidad de los países de Hispanoamérica”.  Y así lo hace, con alguna salvedad: se seleccionan poetas de Belice, cuya lengua originaria es el inglés, y se dejan fuera a los de Puerto Rico y a los que escriben en español en Estados Unidos.
            El resultado final resulta tan apasionante como insatisfactorio. En el original epílogo en forma de diálogo, se plantean muchas de las cuestiones que se le ocurren a cualquier lector: “¿Cómo es posible presentar lo que se escribe en 22 países que comparten una lengua similar a partir de dos poemas por autor? ¿No sería más conveniente pensar que Latinoamérica no es un es un único país, sino una multiplicidad de países cada cual con sus propias tradiciones no extrapolables de un lugar a otro?”
            Ciertamente, en la misma lengua es posible partir de tradiciones distintas y un poeta uruguayo puede tener más en común con otro brasileño que con un mexicano. Y tampoco está claro que todos estos poetas escriban en la misma lengua. Algunos lo hacen en una lengua mestiza que, para ser entendida fuera de su país, necesita, si no la traducción, sí una minuciosa anotación. Es el caso del poeta paraguayo Cristino Bogado. Al comienzo de su poema “Mi yo es un yopará” escribe “de la cópula del español y guaraní nace la nueva alma llamada jopará aporounholado”.
            De estos más de cien poetas, unos pocos son ya conocidos, y alguno bien conocido, del lector español. Es el caso del que inicia la antología, Ernesto Cardenal, y también de Óscar Hahn, reciente premio Loewe. La uruguaya Cristina Peri Rossi puede considerarse prácticamente como una escritora española. De ella es uno de los más memorables poemas de la muestra. “Dicen los poetas árabes / que el destino es el vagar de un camello ciego”, comienza. Y termina: “Pero ahora / mi camello ya no es ciego / conoce su destino: / las playas húmedas de tus muslos / la arena de tus labios / la sedad de tu vientre / el agua dulce del cántaro de tus labios / y el salitre de tu concha marina / entre las piernas”.
            De la mayoría de estos poetas oirá hablar el lector español por primera vez y en buena parte de los casos la brevedad de la muestra le impedirá conectar con ellos. Los reproches del autocrítico epílogo no dejan de tener razón. En lugar del “amontonamiento compulsivo”, ¿no habría sido mejor ofrecer una antología “de poesía chilena o colombiana o argentina o uruguaya?”
            De esa manera, acotando el campo, habría sido posible una selección menos azarosa: no hay antólogo capaz de estar al corriente en tantos países. Pero no por ello este rico, caprichoso y plural muestrario deja de tener interés. Cada lector encontrará un puñado de poetas de los que no había oído hablar y a los que tratará de seguir desde ahora. Es el caso de Miroslava Rosales (El Salvador, 1985), que habla de “cadáveres no identificados” o de “Las fosas clandestinas de la noche”. Es el caso igualmente del argentino Silvio Mattoni, en cuyos versos se escucha todavía “el murmullo lejano de los griegos”. También se escucha en Luis Correa-Díaz (Chile, 1961), pero unido a las nuevas tecnologías. Los versos finales de su “Piccolo teatro canzone” dicen así: “y oir, por fin, a Eco, su voz original coming / in microwave radiation, the voice of the wood / más alto, liberada de / por sí misma y así / de su condena, confirmándonos con su canto / interior la muy dulce musicalidad de las esferas: / http://www.youtube.com/watch?v=FLht_3jnvro” (aunque si uno sigue el vínculo se encuentra con la indicación “este vídeo no está disponible”). Y no es la única dirección de youtube que encontramos en sus versos.
            Frente a la poesía española, la poesía latinoamericana muestra un menor apego a la métrica tradicional. Solo un soneto encontramos en esta antología. Y se trata de un ejercicio de Floridor Pérez (Chile, 1937) escrito a partir de una “Tarea para casa” propuesta por Nicanor Parra: “Redactar un soneto que comience / con el siguiente endecasílabo. / yo prefiero morir antes que tú / y que termine con el siguiente: / yo prefiero que tú mueras primero”.
            Pero con ser eso verdad, no es toda la verdad. También en Hispanoamérica –pensemos en los argentinos Alejandro Bekes o Pablo Anadón– hay poetas menos apegados al todo conversacional o a la ruptura sintáctica, aunque el antólogo prefiera ignorarlos.            
            La lengua une –y separa – a los poetas de esta  plural y desigual y sorprendente colectánea, que abarca desde poetas nacidos en los años veinte hasta otros que acaban de cumplir, o aún no han cumplido, los veinte años.

Sánchez Ferlosio: poesía, filosofía, actualidades inactuales

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Campo de retamas
Rafael Sánchez Ferlosio
Random House. Barcelona, 2015.

Pocos libros tan fértiles, inagotables, y a ratos tan discutibles, como el que reúne los textos breves que Rafael Sánchez Ferlosio ha ido escribiendo a lo largo de su vida –los publicados junto a los inéditos– bajo el título de Campo de retamas. Es un volumen que no llega a las doscientas páginas, pero cada una de ellas equivale a diez o doce de cualquier otro autor.
            Desde el punto de vista genérico, los textos de Campo de retamas (que Ferlosio llama “pecios”, equiparándolos a los restos de un naufragio) son muy diferentes: hay aforismos, poemas, incluso muestras de teatro mínimo (atribuidas a algún apócrifo a la manera de Machado), relatos, glosas de textos periodísticos.
            En el epílogo explica esta última modalidad de su escritura: “Los que hayan leído textos míos que no sean de ficción, sino ensayos o artículos, habrán podido observar cuánto uso se hace en ellos de citas literales entrecomilladas, tomadas sobre todo de la prensa. Los diarios, que compro sin recato, me sirven a menudo de andaderas o muletas para mis propias reflexiones”.
            En la prosa de los periodistas, a causa de la urgencia de su escritura, encuentra “las rutinas y los comodines de las representaciones comunes y vigentes” y por eso la considera “una fuente especialmente indicada para llegar a percibir la ideología imperante”.
            La dependencia de los textos periodísticos presenta ciertos inconvenientes. Algunos de estos fragmentos son como “cartas al director” –y eso fueron exactamente los de la última parte– que se vuelven ininteligibles sin la noticia que comentan. Un ejemplo lo encontramos en el fragmento titulado “Gabilondo”. Comienza así: “Tiene razón Arcadi Espada al decir que la pregunta de Gabilondo era ficticia, porque solo tenía una respuesta posible”. Más adelante nos enteramos de que esa pregunta estaba dirigida a González, pero en ninguna parte se nos indica en qué consistía.
            La crítica de Ferlosio a la ideología dominante que encuentra tras los textos periodísticos pierde muchas veces su eficacia cuando la actualidad que a la que se refiere no tiene demasiado de actual. Más de una vez censura la expresión “un honesto esparcimiento” (unida a otras como “un merecido descanso”, “una sana alegría”) que, a su entender, “pone de manifiesto la acrisolada pervivencia de una mentalidad para la que todo lo placentero, como el descanso, a alegría y el esparcimiento, solo es lícito cuando está moralmente justificado”. Pero ¿se emplea a menudo en los periódicos de hoy esa expresión? ¿No es más propia del nacional catolicismo de su juventud, de los textos del Nodo?
            Ferlosio, en estos fragmentos completos, o casi completos, nos emociona, nos hace pensar y nos hace sonreír. Pero esto último, no siempre voluntariamente. La “aceleración histórica”, afirma en una de sus notas, se debe “al aumento de la velocidad de los instrumentos de notificación”. Nada que objetar, pero la frase que cierra esta anotación sobre la filosofía de la historia dice así: “La maldición llamada ‘tiempo histórico’ corre a la velocidad del mensajero y del pregonero, que hoy no son otros que el telégrafo y la rotativa”. ¿El hoy del que habla, en el que las noticias llegan por telégrafo, es el siglo XXI o el siglo XIX?
            No falta el material perecedero en este libro, textos que se publican sin fecha y que ya parece haber sobrepasado su fecha de caducidad, pero eso no disminuye demasiado su riqueza; solo nos exige una lectura alerta, sin beaterías. El propio autor nos pide, en el prólogo, que desconfiemos de los “pecios”, de los aforismos, “porque los textos de una frase son los que más se prestan a ese fraude de la ‘profundidad’, fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol”.
            Rara vez incurre Ferlosio en palabras de charol, en el mero relumbrón. Muchos de sus textos breves son pequeñas piezas maestras, como esta desengañada oración: “Señor, ¡tan uniforme, tan impasible, tan lisa, tan blanca, tan vacía, tan silenciosa, como era la nada, y tuvo que ocurrírsete organizar este tinglado horrendo, estrepitoso, incomprensible y lleno de dolor!”
            Una sola frase le basta para conseguir un barojiano poema en prosa: “Aquellos grandes fuelles que unían los vagones de los trenes de mi infancia eran los grandes acordeones que a lo largo del viaje y de la noche iban gimiéndole al alma del viajero que se alejaba de todo lo querido el desgarrado tango de la separación y la distancia”.
            Con una sola frase niega la historia y convierte la epopeya en elegía: “¡Qué antiguas eran ya las armas, qué viejos eran ya los hombres, qué decrépito el mundo, qué anciana la palabra, ya en tu guerra, oh rey Agamenón!”
            El tiempo del que Ferlosio habla, en prosa o en verso, es el tiempo de los poetas, no el de las noticias y el calendario: “El presente se pone en manos del futuro lo mismo que una viuda ignorante y confiada se pone en manos de un astuto y deshonesto agente de seguros”. Su sabiduría de otro tiempo, solo es de este tiempo, paradójicamente, cuando no se convierte en glosa de la perecedera actualidad.

            

Inagotable Jardiel

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¿Por qué no se suicida usted? y otros escritos de juventud
Enrique Jardiel Poncela
Espuela de Plata. Sevilla, 2015.

 En el prólogo a Exceso de equipaje, escribió Enrique Jardiel Poncela la siguiente advertencia, “que conviene estampar en mayúsculas”: “Todo cuanto no esté incluido en mis cinco novelas grandes, en mis siete tomos de teatro, en el Libro del convaleciente, en el volumen Máximas mínimas y en este Exceso de equipaje, sea trabajo escénico o impreso, y aunque se halle con mi firma, no es mío ni lo acepto como escrito por mí”.
            Afortunadamente, su nieto Enrique Gallud Jardiel no ha tenido en cuenta esa opinión y en ¿Por qué no se suicida usted? selecciona las colaboraciones del escritor en una revista mítica, Buen humor, que en los años veinte renovó la tradicional comicidad española con los nuevos aires de la vanguardia internacional.
            La revista se publicó entre 1921 y 1931 y ninguna publicación recoge mejor el aire de un tiempo en que, tras el fin de la Primera Guerra Mundial, España vivió una época de bonanza económica, esplendor cultural y esperanzas de cambio que culminarían con la llegada de la República.
            En Buen humor, el maestro era Ramón Gómez de la Serna y en ella velaron sus armas escritores como Edgar Neville o José López Rubio, representantes de la otra generación del 27. No pudo encontrar mejor escuela Jardiel. Llegó a ella con veinte años, pero ya era autor de incontables obras de teatro (muchas escritas en colaboración con su amigo Serafín Adame), de novelas de misterio largas y cortas, de poemas y artículos serios o burlescos. Buen humor convirtió al mimético grafómano que buscaba incansablemente el éxito y el dinero de la literatura en el autor que todos admiramos.
            ¿Por qué no se suicida usted? es el primer libro verdaderamente de Jardiel, aunque sea el último que se publica. Los capítulos se disponen cronológicamente, según la fecha de publicación (entre 1923 y 1927, entre los veintidós y los veintiséis años del autor), pero podían haberse organizado temáticamente. Un primer grupo lo constituyen las pequeñas obras de teatro, en prosa y en verso, todas ellas escritas con intención paródica. El teatro histórico que puso de moda el modernismo, el de Villaespesa y Marquina, que todavía seguía representándose con aplauso en los años veinte, es uno de sus objetos de burla favorito.  A veces, al poner en verso incluso las acotaciones, parece apuntar con su burla al propio Valle-Inclán. El modelo de estas parodias es, claro está, el insuperable Muñoz Seca de La venganza de don Mendo.
            La burla de Jardiel Poncela alcanza también al teatro entonces más renovador, al que alentaba, con gran escándalo de todos, el veterano Azorín. Así, una de las piezas lleva el subtítulo de “Drama en verso hecho a la manera de los superrealistas” y toda la acción transcurre “en los labios de una linda mujer”.
            Junto a las obras de teatro, encontramos en esta recopilación cuentos de humor disparatado en los que suele intervenir como personaje el propio autor, y en los que no faltas las referencias a sus compañeros en la redacción de la revista. En estos relatos se muestra Jardiel como un claro antecedente de la literatura de autoficción.
            Otro de los ingredientes del libro lo constituyen los artículos burlescos sobre temas más o menos serios. “El matrimonio” se presenta como un artículo de divulgación médica. Comienza con la definición: “Matrimonio es una terrible enfermedad crónica e incurable, que se propaga por medio de un microbio llamado erotococo”. Ante la moda de los ensayos y las conferencias, tan característica de los años veinte, ofrece en “La incognoscibilidad de lo plúmbeo” un modelo para quien se vea alguna vez en el terrible compromiso “de escribir un ensayo o de dar una conferencia”. Quizá el mejor de estos artículos sea “Lloremos el pasado”, en el que se burla del elegíaco costumbrismo habitual. El pretexto es una obra de teatro de Fernández Ardavín, Rosa de Madrid, un canto al Madrid castizo que desaparece: “Las verbenas, los churros, las chulas, los organillos… todo se ha hundido en el maelstroom de la postguerra”. Incluso los hombres y las mujeres han cambiado: “Hombres eran aquellos que bebían vinazo –la bebida viril–, que fumaban tabaco malo, que usaban bigote y barba, reproducciones exactas de las selvas de la Australia, y que se lavaban de tarde en tarde. Hoy loa hombres se afeitan todos los días, fuman tabaco canario, inglés o turco y hasta se perfuman. Un asco, vamos, lo que se dice un asco”. También finge lamentarse por el contraste entre las mujeres de hoy, “que huelen a esencias caras, que han hecho un arte del arreglo del rostro, que llevan medias de seda y han prescindido del corsé” y aquellas de antaño “que se peinaban con una bandolina grasienta, que olían a mejorana y a tomillo –como las conejas de monte--, que llevaban medias de lana con las ligas por debajo de la rodilla y que para salir a la calle se encerraban en un corsé bien emballenado, especial para provocar el sudor y las enfermedades del aparato respiratorio”.
            El tiempo, como no podía ser de otra manera, ha dejado su huella en el humor de Jardiel, le ha añadido un valor documental, pero esa inevitable pátina no ha mermado su gracia provocadora, aún más presente en estas páginas juveniles.

            

Ricardo Senabre, lector empedernido

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El lector desprevenido
Ricardo Senabre
Ediciones Nobel. Oviedo, 2015.

El crítico, el buen crítico, nos enseña a leer de otra manera y nos muestra lo que merece la pena ser leído. En las últimas décadas, ningún crítico mejor que Ricardo Senabre. Unía la minucia y el rigor de la crítica académica con la curiosidad por lo nuevo y la agilidad de la crítica periodística. Durante más de medio siglo –su primer libro es de 1964– no dejó de leer y de tomar notas sobre lo leído ni un solo día.
            El lector desprevenido no es, contra lo que pudiera pensarse, una obra menor, una apresurada recopilación póstuma a modo de homenaje. Se trata de una síntesis de su concepción de la literatura y de un espléndido recorrido por toda la historia de la literatura española desde el poema de Mio Cid hasta los narradores más recientes, los dados a conocer en los últimos años. El estilo es didáctico, claro, sin tecnicismos inútiles. La obra va dirigida al lector común, pero no por ello resulta menos útil a los especialistas. Puede ser leída con tanto provecho tanto por el alumno que se inicia en los estudios literarios como por el catedrático que acumula sexenios.
            El lector desprevenido es un libro de tesis, una tesis que puede resumirse en su afirmación final: “la literatura se sustenta en la literatura y la dilata, la prolonga, la transforma y la explica”. Tal hecho resulta sobre todo evidente en las obras analizadas en dos de los capítulos del libro, significativamente titulados “Plagios, intertextos, autocitas” e “Imitaciones, apócrifos y reescrituras”. Vale, sin embargo, para cualquier tipo de texto literario, como el poema “No volveré a ser joven”, de Jaime Gil de Biedma, cuyos conocidos versos finales (“envejecer, morir / es el único argumento de la obra”) replican a Jorge Guillén quien en El argumento de la obra (un comentario a Cántico) escribió que “vivir no es un ir muriendo”.
            En la obra literaria, insiste una y otra vez Senabre, lo vivido importa menos que lo leído. A veces da la impresión de exagera un tanto su tesis, quizá para contrarrestar mejor ciertos tópicos extendidos entre el lector común y entre la crítica literaria tradicional. Rechaza, con mucha razón, la explicación biográfica de las Rimas de Bécquer, su lectura ingenua: las ideas de Schiller expuestas en Sobre la educación estética del hombre tendrían en ellas más importancia que las concretas experiencias amorosas vividas por el poeta.
            Sus comentarios a Los pobrecitos, de Alfonso Paso, ejemplifica bien la parcialidad de Ricardo Senabre (una parcialidad que en nada limita el valor de su libro, pero que lo hace más atractivamente polémico). Los pobrecitos se estrenó en 1956 y es una de las piezas más destacadas de un autor prolífico, de mucho éxito en su tiempo, y hoy olvidado. Alfredo Marqueríe, “obsesionado por la correspondencia entre vida y literatura” (a Senabre, en cambio, lo que le obsesiona es la correspondencia entre literatura y literatura), cuenta que el comediógrafo, en 1952, recién casado, se alojó en una pensión modesta y que esa experiencia “luego serviría de inspiración y de base para una de sus más famosas obras: Los pobrecitos”. No está de acuerdo Senabre. En su opinión el origen de la obra se encuentra en una pieza de teatro radiofónico publicada por Ellery Queen. Revista de misterio en 1954, y ciertamente la trama argumental de ambas obras ofrece amplias coincidencias, pero eso no invalida la “insostenible afirmación de Marqueríe”, como la califica Senabre.
            Si cuestionable a veces en sus afirmaciones generales, en las que reacciona con algún exceso contra ciertas ideas muy extendidas, nada más iluminador que el análisis que nos ofrece de pasajes concretos de ciertas obras. Su libro es una admirable colección de comentarios de textos, sean estos algunos sonetos del siglo de oro o los fragmentos de alguna novela de Galdós o de Luciano G. Egido.
            En el rastreo de fuentes (en la humorísticamente llamada “crítica hidráulica”, que él reivindica), Senabre no tiene igual: nada parece escaparse a la prodigiosa memoria de quien da la impresión de haberlo leído todo en las principales lenguas. Y que no rechaza (como tantos estudiosos de su edad) el libro electrónico (léanse las primeras páginas del libro) y está atento a lo que se publica solo en Internet, como las parodias aludidas en la página 289.
            Un libro fundamental, El lector desprevenido, de un autor que mucho tiene que decirnos sobre la literatura de ayer y de hoy, y con el que se puede, en algún punto concreto, discrepar. En el romance “La monja gitana”, por citar un ejemplo, escribe Lorca: “¡Qué ríos puestos de pie / vislumbra su fantasía!”. Para explicar esos “ríos puestos de pie” recurre Senabre, muy borgianamente, a un texto posterior, el soneto “La tierra”, de Blas de Otero, en el que se afirma que “el hombre, que era un árbol, ya es un río”. Más adecuada que esa algo rebuscada explicación parece relacionar los versos de Lorca con la identificación clásica del río con un dios que puede alzarse, como en la “Profecía del Tajo” de fray Luis, para advertir a los hombres (o para enamorar a una monja).
            Un libro vivo de un autor vivo, aunque falleciera el pasado mes de febrero.
           

            

Aurora Luque, técnica y magia

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Personal & político
Aurora Luque
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2015.

Desde hace más de veinte años, desde su libro Carpe noctem, Aurora Luque parece utilizar la misma fórmula para escribir sus poemas, una formula que entremezcla referencias al mundo clásico con otras rigurosamente contemporáneas, alusiones librescas con anécdotas autobiográficas, lenguaje culto con coloquial, incluso jergal. ¿La misma fórmula? Quizá sí, pero nunca cansa porque siempre añade un ingrediente secreto que convierte la rutinaria técnica en asombro y magia.
            Personal & político reúne dos cuadernos viajeros, uno dedicado a su tierra natal, el sureste de Andalucía, y otro a lo que ella llama “vieja América”, la costa Este de Estados Unidos. En ambos las referencias biográficas alternan –y de ahí el título– con las miradas críticas sobre el mundo de hoy.
            El primer poema –“Carboneras, verano 2013”– incide en el clásico “carpe diem” a partir de unos versos de Alceo y de una advertencia paterna repetida siempre en los veranos de la infancia. El “empápate de vino” y el “empápate de yodo” se transforma en los últimos versos: “Empápate de luz azul los ojos. / Esta mañana de olas voluptuosas / arde el mundo de pura plenitud. / Arenas primordiales, azul denso, sol claro. / Guárdalo en la memoria, protegido, / como licor que abrigue / cuando llegue el glaciar de la vejez”.
            A Aurora Luque le gustan los juegos y las variaciones en sus versos. “Jugar con Ronsard” y “Jugar con Yeats” se titulan dos de los poemas. En el famoso soneto a Helena de Ronsard, como en la imitación de Yeats,  se evoca a la amada, ya vieja, sentada junto al fuego, leyendo los versos de amor que un tiempo le dedicó el poeta. Aurora Luque adopta el punto de vista femenino y dice lo mismo con palabras de hoy, con palabras de siempre: “Cuando seas ya viejo, sombrío y arrugado / y te apartes hastiado de pantallas y nietos, / tomarás este libro de papel amarillo / y hallarás en mis versos tus ojos juveniles”. Otros textos seleccionan definiciones de un crucigrama o ponen en verso (con ciertas libertades) la descripción del bronce de Hércules que ofrece la audioguía del Museo Arqueológico de Cádiz.
            Uno de los secretos del arte de Aurora Luque consiste en empezar el poema en voz baja, con alguna referencia anecdótica, como si fueran una simple nota. Algunos ejemplos: los primeros versos de “Paulonia” nos informan de que el poeta Manuel Moya está plantando un huerto; la etimología de “catástrofe” se nos explica al inicio del poema así titulado; “Alsinas” evoca los viejos autobuses de su infancia. Pero, como en el famoso poema de Manuel Machado, Aurora Luque sabe hacer de la prosa de la cotidianidad o de la erudición “otra cosa”. También de la prosa de la publicidad, irónicamente utilizada en “Temporada de cruceros” y subrayando lo cercana que está a menudo a la poesía colocando como lema de uno de sus poemas un eslogan publicitario: “La infancia es el desayuno de la vida”.
            “Cuaderno vieja América”, la segunda parte del libro, comienza con poemas inspirados en algunas series televisivas (Mad Man, Breaking Bad…) e incluye un brillante “Rap para la romería de Steve Jobs”, cuyas estrofas monorrimas están escritas a la vez de forma irónica y con mucha seriedad: “Realizó sus milagros: justa es la idolatría. / La música del mundo guardó en una cajita / que se guarda en la palma cual una monedita. / La envidia de los dioses le ha quitado la vida”.
            Otros poemas están inspirados en lo que podríamos llamar excursiones literarias: a la casa en la que vivió Louisa May Alcott, la autora de Mujercitas, o a la de Emily Dickinson, en Amherst; “¿Dónde están las iguanas?” evoca el Nueva York de Lorca (y el de Moreno Villa); “La estación de Mount Holyoke” trae el recuerdo de un poeta que allí vivió los años más oscuros de su exilio; Luis Cernuda; la “Tumba en el lago Seneca” del poema final es la Paul Bowles.
            Que a veces el poema se quede en mera anécdota es uno de los riesgos de la poesía de Aurora Luque, aunque por lo general acierta a evitarlo. “Viajaba un tipo raro en aquel tren / que iba de Nueva York a Massachusetts” comienza “Con la muerte a la cintura”. La anécdota que protagoniza “aquel colgado” que se pasea por los pasillos con “una muñeca hinchable terrorífica” atada a su cintura no es más que un símbolo de la condición humana: aquel tipo hacía lo que todos, “acarrear la muerte / por los tambaleantes pasillos de la vida”.
            Aurora Luque no se deja tentar por pretenciosas vaguedades más o menos filosóficas, escribe siempre con la sensualidad de la inteligencia, ama el detalle exacto, la fórmula verbal precisa y memorable, “una gota de ámbar / para guardar un élitro”.        

Alejandro Bekes, clasicismo y exceso

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Virgen de proa
Alejandro Bekes
Pre-Textos. Valencia, 2015.

En poesía la obra literaria es el poema, no el libro de poemas. Los grandes poetas españoles de la época clásica –de Garcilaso o Fray Luis a Góngora o Quevedo– no reunieron sus poemas en volumen; esa labor quedó en mano de otros. Pero los libros de poesía contemporánea no son, o no pretenden ser en la mayoría de los casos, una mera recopilación, sino algo más que la suma de sus partes. Cántico, de Jorge Guillén, ejemplifica a la perfección lo que queremos decir. Incluir o no un poema en una recopilación, colocarlo en un lugar o en otro, es también un trabajo estético, que suele hacerlo el propio poeta en funciones de editor y crítico de sí mismo, pero que puede hacerlo una persona distinta (pensemos en las antologías) y que puede hacerse bien o mal.
            En Virgen de proa, el poeta Alejandro Bekes –no solo poeta, también espléndido traductor y estudioso de la literatura– nos parece que no ha hecho del todo bien. Si menos es más, según el famoso dicho que está en la base de la estética minimalista, más resulta a menudo menos: cuatro poemas de estética y contenido muy similares valen menos que uno; no suman, restan.
            Si los cerca de doscientos poemas (algunos agrupados en series) que integran Virgen de proa se hubieran reducido a cuarenta o cincuenta, resultaría más fácil para todos los lectores darse cuenta de que nos encontramos ante uno de los grandes nombres de la poesía contemporánea en lengua española  Un poeta a contracorriente, especialmente a contracorriente de la poesía de su país, Argentina, que ha orillado la tradición clásica, la que representaron poetas como Francisco Luis Bernárdez, tildada de arcaizante y pastichista, para inclinarse por el coloquialismo, la denuncia y las sucesivas vanguardias.
            Alejandro Bekes, que tiene la facilidad verbal de Lugones, que admira a Jorge Luis Borges, cultiva la métrica tradicional con el virtuosismo de cualquier poeta del siglo de Oro. Varios de sus sonetos –abundan en el libro los sonetos y esa no deja de ser una de sus limitaciones– resultan modélicos, como el que comienza “Morir con todo el cuerpo y ser apenas”, que no podrá faltar a partir de ahora en ninguna antología de poesía amorosa, pero buena parte de ellos no pasan de ejercicios retóricos, espléndidos ejercicios a menudo (pensemos en la reiteración anafórica de “Como el fuego que duerme o se despierta” y el cierre del verso final), pero ejercicios al fin y al cabo que van trocando en tedio la inicial admiración del lector.
            El mejor Alejandro Bekes es el de los poemas más intimistas, como el primero de los “Fragmentos de invierno”, que habla del “miedo de morir puro y simple”, o los que evocan al padre –“Canción de cuna”, “La voz que llama a Edipo”– o a la abuela, a la que recuerda en “Aquel viejo mantel” ofreciéndole al niño que fue, en las noches de invierno, “todo lo que después, cuando crecido / deambule por el mundo ha de faltarle”.
            Gusta Alejando Bekes, como los poetas modernistas, de traer al verso toda la parafernalia de la mitología clásica, aunque nunca como mero decorativismo embellecedor, pero el lector prefiere las “Acuarelas” que dibujan estampas de su provincia argentina, y que nos hablan de “la mansísima hondura del gran río / donde el cielo repite su ataraxia”. Ese gran río –-“común, inmemorial camino” se le llama en otro poema– es el Paraná, que Alberti cantó con muy otra intención y estilo.
            Poesía culturalista la de Alejandro Bekes y de ahí las notas finales que nos explican algunas de sus referencias. Pero de poco sirven las notas aclaratorias si el poema no se vale por sí mismo, no nos seduce con la música de sus versos. Ninguna nota necesita el segundo de los sonetos de “Piensa Cervantes” (destacaría más sin el primero, no desdeñable, sin embargo), donde expone su propia poética: “Vivir en otro, y de diversos modos / extraer de mi pobre vida oscura / luz de pasión y brillo de aventura, / porcelana sutil de turbios lodos”.
            “Vivir en otro”: varios de los poemas del libro son monólogos dramáticos. Es el caso de “En el Sussex”, protagonizado por Enrique Granados, que vuelve a España tras su triunfo americano en un barco que será torpedeado por un submarino alemán, o “Sibila insomne”, que tiene todo el empaque de la gran poesía de otra época, de una poesía no apta para el lector apresurado. Lo mismo podríamos decir del leopardiano “Escrito a la luz de la luna”, que atreve con un tema desgastado por el tópico y consigue salir con bien.
            El clasicismo de Alejandro Bekes está a un paso del manierismo y él a veces no evita dar ese paso. “Aquello que te censuren, cultívalo, porque eso eres tú” dice una máxima de Cocteau que Cernuda cita en “Historial de un libro”. El autor de Virgen de proa parece seguir la misma máxima y seguramente debe a ella sus mayores aciertos (los defectos de un poeta no son más que la otra cara de sus virtudes), pero quizá debería tener en cuenta otro precepto clásico: “ne quid nimis”, nada en demasía.

El Quijote de Andrés Trapiello

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Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes
Puesto en castellano actual íntegra y fielmente por Andrés Trapiello

El Quijoteresulta, sin duda alguna, un libro peligroso. La lectura continuada de los libros de caballerías volvió loco a su protagonista; si no la lectura, que a nadie hace mal, el estudio o el coleccionismo de ediciones cervantinas tiende a dar en raras formas de delirio y paranoia. El caso más reciente es el del profesor Francisco Calero, autor de un volumen, tan nutrido de erudición como ayuno de ciencia y del más elemental sentido común, en el que “demuestra” que el Quijote de Cervantes y el apócrifo de Avellaneda tienen un mismo autor: Juan Luis Vives (a quien se deberían también el Lazarillo y casi toda la literatura española del siglo de Oro).
            Afortunadamente, nada tiene que ver el nuevo empeño cervantino de Andrés Trapiello con esos disparates, aunque sin duda resulta polémico y solo parcialmente bien encaminado. Tras Al morir don Quijote y El final de Sancho Panza y otras suertes, sus dos continuaciones de la novela, ha querido ofrecérnosla “en castellano actual íntegra y fielmente”.
            Si los lectores franceses, ingleses o rusos, pueden leer el Quijote en francés, inglés o ruso actual y no en el del siglo XVII, ¿por qué no ofrecerles a los lectores de lengua española la oportunidad de hacerlo también en español contemporáneo? Se podría así prescindir de las abundantes notas, innecesarias unas, imprescindibles otras, que acribillan las ediciones comunes.
            Nada que objetar, en principio, a la idea. Pero apenas iniciada la lectura comienzan los reparos. Uno de los humorísticos sonetos del comienzo, “De Solisdán a don Quijote de la Mancha”, está escrito en “fabla”, esto es, en un lenguaje voluntaria y deliberadamente arcaizante. Andrés Trapiello lo pone en castellano contemporáneo, como el resto del libro, eliminando así un efecto estilístico. Tampoco tiene inconveniente en completar los versos de otro de los poemas: “Soy Sancho Panza, escude– / del manchego don Quijo–“. Eliminando un recurso burlesco (los versos “de cabo roto” o  “pies cortados”) que vale lo mismo para el español del siglo XVII que para el del Siglo XXI (“Soy Sancho Panza, escudero / del manchego don Quijote”, escribe Trapiello), parece mostrar tan poco aprecio por la voluntad de Cervantes como por la inteligencia de los lectores.
            Hay dos tipos de arcaísmos en el Quijote: los que resultan ininteligibles para el lector, incluso para el lector culto de hoy en día, y los que no dificultan la lectura (algunos incluso siguen vivos en el habla coloquial de muchas regiones, como ciertas formas verbales o la anteposición del artículo al posesivo). Al “traducir” el Quijote, Trapiello no se limita a los primeros (uno de los más llamativos ejemplos es el “trómpogelas” que se cita en el prólogo) , sino que, como un corrector con exceso de celo, de esos que tanto enfadan a los autores, sustituye “las más noches” por “casi todas las noches”, “buscara” por “hubiera buscado” e incluso, en la parodia del romance de Lanzarote (“Nunca fuera caballero / de damas tan bien servido”) se atreve a modificar el último verso eliminando la rima: “doncellas curaban dél; / princesas, del su rocino” se convierte así en “doncellas cuidaban de él, / princesas, de su rocín”.
            Algunos de esos cambios nos dejan perplejos. “No fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara”, escribe Cervantes. Y Trapiello: “no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le hubiera buscado incluso de otra lengua más clásica y antigua lo habría hallado”. Pasen, aunque resulten innecesarios, los cambios en las formas verbales y en el orden de las palabras, pero ¿por qué sustituir “mejor” por “más clásica”? Un cambio innecesario que además parece indicar que el autor se refiere el griego o el latín cuando resulta más probable que se aluda al hebreo, la lengua del Antiguo Testamento, y por eso “mejor” que el árabe.
            El respeto de Andrés Trapiello por las doce palabras iniciales de la novela (“esas que se saben de memoria incluso los que no han leído el Quijote”) lo merecerían bastantes palabras más y sin duda alguna la entera frase inicial: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Andrés Trapiello sustituye “lanza en astillero” por “lanza ya olvidada”. Si el “astillero” no es más que la percha o el estante donde sostener el asta de las lanzas, ¿a qué viene ese “ya olvidada”, aunque ya no fuera costumbre tener escudos ni lanzas en casa?
            Ciertamente, abundan los tropiezos para el frecuentador del Quijote que se aventura en esta versión. Señalo uno o dos más: “Estaba yo un día en el alcaná de Toledo” escribe Cervantes y Trapiello, que no duda en sustituir “rocino” por “rocín”, deja tal cual ese “alcaná”, arcaísmo ininteligible para el lector actual, e incluso lo utiliza él en el prólogo. Cierto que “alcaná”, como tantos otros arcaísmos, figura en el Diccionario de la Academia, pero también “empero”, bastante más utilizado, que Trapiello no duda en eliminar. El capítulo XVIII de la segunda parte comienza así: “Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea”, o sea, espaciosa, como suelen ser las casas de los pueblos frente a la estrechez de las ciudades. La versión de Trapiello (“Halló don Quijote la casa de don Diego de Miranda aldeana”), sin ser más clara, empobrece el original.
            Leemos con sobresalto continuo los primeros capítulos de este nuevo Quijote, que no elimina la necesidad de todas las notas, sino solo de las que se refieren al léxico,y a cada paso tenemos la tentación de abrir una buena edición del Quijote original. Pero continuamos la lectura y, sin que nos demos cuenta, ocurre el milagro. Es tal la fuerza de la novela, su transparente magia, que enseguida nos atrapa como si la leyéramos por primera vez, como si no conociéramos el argumento de memoria, y cuando tenemos que interrumpir la lectura estamos deseando volver a ella hasta que la terminamos un poco más sabios y también más humanos, sin acordarnos de si la prosa que estamos leyendo es la que escribió Cervantes o la que retocó Trapiello con benemérita aplicación y acreditada pasión cervantina, pero no siempre con atinado criterio.

            

Alejo Carpentier y la venganza de los americanos

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El ocaso de Europa
Alejo Carpentier
Edición de Eduardo Becerra
Fórcola Ediciones. Madrid, 2015.


¿Tiene interés reeditar hoy unas crónicas cubanas sobre la situación europea de 1941? Algunos pensarán que este breve libro, espléndidamente editado por Fórcola, una de esas editoriales al margen de los grandes grupos que quieren apostar por algo distinto, es solo una curiosidad menor de un autor mayor, Alejo Carpentier.
            Está escrito en América y es la visión de un americano sobre la decadencia de europea, no solo sobre la catástrofe de Francia, donde el autor vivió desde 1928 hasta el comienzo de la guerra. Al lector de hoy le sorprende el tono impiadoso: Francia está tratada con tan poca complacencia como Alemania e Italia. Gane quien gane la guerra, la perderá el continente que hasta entonces regía culturalmente el mundo. La tesis de Carpentier es que “la actividad intelectual de los viejos núcleos culturales de Europa ha dejado de constituir una necesidad para América”.
            Y ello no solo porque, como se indica ya en las primeras líneas, los grandes compositores y escritores europeos, y junto a ellos “una legión de pintores, escultores, cineastas, filósofos, coreógrafos”, hayan tenido que dispersarse “por naciones de nuestro hemisferio”, sino porque, espiritualmente, América ha llegado a esa edad “en que se abandona el seno materno para adoptar una alimentación normal”. Esa es la “revelación trascendental” que Carpentier encuentra en los “días tormentosos” en que se escribieron estas crónicas.
            Unas crónicas que, aunque acertaron en lo fundamental y son ejemplo del mejor periodismo, el autor no se decidió nunca a reunir en libro y que, sin duda, pronto releería con desagrado.
            El triunfo simplifica las cosas. Después de 1945, resulta claro para todos quién tenía la razón en el conflicto entre Francia y Alemania. En 1941, no estaba tan claro. O no lo estaba para Alejo Carpentier. En la caída de Francia, habrían tenido tanta responsabilidad las derechas como las izquierdas. Su visión de la democracia parlamentaria no resulta muy positiva: “Desde la victoria de 1918, la Cámara de Diputados francesa fue un verdadero antro donde se perpetró, año tras años, el asesinato de la República”. Ninguna simpatía muestra Carpentier por la Francia del Frente Popular, ninguna simpatía por Vichy: “En el año 1940 Francia moría, asesinada por sus políticos, sus periodistas, sus clases adineradas, sus equivocados de toda índole. Luego, Vichy… Pero Vichy no engaña a nadie. Es tan solo la prolongación de una larga mentira”.
            Y el fracaso de Francia es sobre todo el fracaso de París. El París de los años veinte, que Carpentier conoció bien, desde el que mandó espléndidas crónicas a las revistas cubanas, ahora le parece que era “una ciudad terriblemente provinciana ante el nuevo panorama del universo”. Sorprende el impiadoso trato que Carpentier le da a una ciudad entonces ocupada, tras el que se adivina un cierto resentimiento: “Como esas mujeres demasiado bonitas que se creen merecedoras de la admiración de todos los hombres, se encerraba en el círculo vicioso de una belleza que iba marchitándose cada vez más ante espejos mentirosos. Mientras John Dos Passos, Aldous Huxley, Ricardo Güiraldes, Diego Rivera, Salvador Dalí, Heitor Villa-Lobos y otras tantas fuerzas artísticas de nuestro tiempo, no le fueran ofrecidos en su propio lecho de coqueta, con el chocolate del desayuno, algunos croissantsy un poco de mermelada francesa, se negaba a enterarse de su existencia”.
            Carpentier, en su condena de Francia, parece vengar antiguos resentimientos: “Apenas París comenzó a deber algo a los extranjeros que vivían a orillas del Sena, hizo todo lo posible por alentar sentimientos xenófobos”. Nunca valoró a “los diez mil latinoamericanos que gastaban en París su buen dinero girado desde Colombia, Argentina, Cuba o Perú” y que constituían “una fuente de riqueza para el Estado”. Cuando se refiere al desprecio con que se miraba al “estudiante criollo que gastaba en el Barrio Latino los ahorros de sus padres, en espera de que cayera el gobierno de Machado”, sin duda está hablando de sí mismo.
            El resentimiento contra Francia, que le lleva a negar el valor de los escritores y artistas posteriores a 1910, se fundamenta también en el trato que el gobierno francés dio a la República española durante la guerra civil (un sentimiento semejante inspiró a Max Aub una pieza dramática de expresivo título: Morir por cerrar los ojos).
            El suicidio de Stefan Zweig, ocurrido poco después de publicadas estas crónicas, se explica por un sentimiento semejante, solo que el escritor austriaco no quiso sobrevivir al hundimiento de Europa, del “mundo de ayer” que evocó en su autobiografía.
            Frente a la simplificación de los manuales, estas crónicas, en las que el periodismo se hace alta literatura, nos ayudan a entender mejor una realidad histórica –de ayer o de hoy– en la que no caben los fáciles maniqueísmos. 

Toni Montesinos, caleidoscopio viajero

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La suerte del escritor viajero
Toni Montesinos
Prólogo de José María Conget
Editorial Polibea. Madrid, 2015.
  
Los libros de viaje, durante siglos, tuvieron una doble función: la de sustituir o la de preparar el viaje. Hacían soñar con tierras exóticas que el lector común sabía que no iba a pisar nunca, como el relato de Marco Polo sobre la China legendaria, o eran un complemento de las guías de viaje.
            Hoy en día esa función se ha atenuado bastante: los largos desplazamientos recreativos ya no están solo al alcance de unos pocos y hay otras vías más actualizadas y ágiles de informarse.
            Pero los libros delescritor viajero no han perdido nada de su atractivo. Nunca fue la función utilitaria la principal en ellos. Pretenden ser, antes que nada, literatura, un género de no ficción que, como suele ocurrir, incluye mucha ficción. El escritor que narra sus viajes confunde con frecuencia lo que ha visto con lo que ha soñado, no acierta a separar lo vivido de lo leído.
            Quizá toda literatura sea literatura viajera. El viaje de la vida, un viaje en el que no sabemos de dónde venimos ni a dónde vamos (o lo sabemos demasiado bien), constituye una de las metáforas más antiguas y frecuentadas.
            Toni Montesinos, prolífico escritor joven que ha tentado todos los géneros, tiene en los libros su mejor guía, por esos sus crónicas literarias llevan al final una minuciosa justificación bibliográfica de las citas. Comienza glosando, en un  irónico prólogo, a Julio Camba y luego siguen las huellas de Edgar Allan Poe en Baltimore, de Lampedusa en Sicilia o de Pedro Salinas en Puerto Rico. Cita abundantemente, lo que es de agradecer, y en ocasiones parece ofrecernos la reseña de alguna publicación o ll reportaje periodístico de algún congreso al que ha sido invitado.
            No duda en hacer afirmaciones contundentes que a veces bordean al tópico. El más habitual en esta clase de libros es el denuesto del turista. En las notas sueltas dedicadas a Florencia --una ciudad que le defraudó--  escribe: "Aquí no existe el viajero; solo el turista que devora piedras y que mira un libro donde se desglosa la ciudad en una edición crítica con notas a pie de suelo".
            Pero el viajero que detesta a los turistas, visto desde fuera, no es más que otro turista que entorpece el paso en el Ponte Veccio o en la Piazza della Signoria. Y el ingenioso final de la frase se aplica menos al turista habitual que al ilustrado a la manera de Montesinos para el que todas las ciudades están llenas de notas "a pie de suelo" o en las lápidas conmemorativas y en los recovecos de la memoria.
            A Toni Montesinos le gustan las afirmaciones rotundas: "En España no existe la crítica honesta e independiente y se doblega ante las instituciones y grupos editoriales". En España existe la crítica y existen las reseñas que no son más que publicidad editorial por otros medios; pero eso es algo que este país tiene en común con cualquier otro país y este tiempo con cualquier otro tiempo. No hubo nunca una Edad de Oro: cuando el escritor que quería vivir de la literatura (y no solo sobrevivir en ella) no dependía del mercado, dependía del mecenazgo de algún noble (como Cervantes o Quevedo), del Estado, ese ogro filantrópico, o del Partido (recordemos a Pablo Neruda), lo que no era precisamente mejor.
            La mirada hipercrítica de Montesinos con la sociedad literaria actual se tiñe de rosa en algunos de los capítulos, especialmente en el más extenso de todos, el dedicado a Puerto Rico. No hay ni una pincelada oscura en el retrato de la que Juan Ramón denominó "isla de la simpatía". La razón se explica en los primeros párrafos: el autor ha llegado a la isla para que "la criatura puertorriqueña más bella, divertida y amorosa" se case con él.
            Las referencias autobiográficas no siempre son igualmente rosáceas. En el capítulo que se ocupa de Amsterdam, "la ciudad del silencio", se alude al "barrio miserable" en que transcurrió su adolescencia y a su miedo a las bandas ("sobre todo después de que una tarde me propinaran puñetazos y patadas, sentado en un vagón del metro, sin que nadie se atreviese a levantar la voz ante la agresión en grupo") y a los locos callejeros. casi siempre inofensivos, pero a los que imagina "de repente gritándome, pegándome, escupiéndome, mirándome con la intensidad de su propia imagen despreciándose ante un espejo". De esta segunda fobia, como de la primera, Montesinos conoce la explicación, serían representaciones del padre "un individuo con alma diabólica que destruía todo a su paso y que ahora debe de ser solo un vagabundo".
            Hay suficiente variedad de piezas en este irregular mosaico como para que cada lector encuentre alguna de su gusto. No importa que conozcamos o no los lugares de los que se nos habla (la soñolienta y exasperada Cuba, el Brooklyn más desolado, "el campo de los Red Rox, una tarde bostoniana de verano") ni tampoco que coincidamos o no con sus opiniones literarias.
            Nada mejor para llenar los tiempos muertos del viaje de la vida que escuchar lo que nos tienen que contar otros viajeros. Esa fue la primera función de la literatura y quizá sea su principal función.

Anna Caballé y el diarismo español

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Pasé la mañana escribiendo. Poéticas del diarismo español
Anna Caballé
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2015.

Nadie podría parecer más adecuado que Anna Caballé, responsable de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona, para llevar a cabo el estudio de un género, el del diario, íntimo o no, que en las últimas décadas ha alcanzado un gran protagonismo en la literatura española.
            Pasé la mañana escribiendo. Poéticas del diarismo español se estructura en dos partes: el estudio propiamente dicho y un diccionario (que ocupa la mayor parte del volumen) de autores y conceptos.
            La parte más interesante es la segunda, especialmente en algunas modélicas entradas (la dedicada a Manuel Azaña, por ejemplo), pero lo mismo que en la primera se echa en falta un mayor rigor conceptual.
            Comienza la autora con citas de diversos filósofos sobre el “yo postmoderno”, una entelequia que no se sabe cuando empieza ni cuando termina y de la que puede afirmarse cualquier cosa y la contraria. Solo de tarde en tarde nos encontramos con alguna afirmación concreta sobre la realidad histórica y entonces resulta fácil comprobar que Anna Caballé no ha entendido la fundamental diferencia entre “privacidad” e “intimidad”. En “Teoría de la intimidad”, su fundamental contribución al monográfico de Revista de Occidente (julio-agosto 1996) dedicado al tema, señala Castilla del Pino que la privacidad resulta “necesariamente observable, porque, aunque se hagan a solas, son actuaciones exteriorizadas”. La intimidad, en cambio, “posee la propiedad de ser observable solo para el sujeto”.
            Anna Caballé, confundiendo uno y otro concepto, escribe: “Hasta hace pocos siglos lo que los seres humanos particulares pensaban y sentían cada uno era tan transparente para los demás como podían serlo las propias vivencias. Sus pensamientos eran magnitudes públicas y la gente, de las clases públicas a la nobleza, no disponía de espacio que no fueran compartidos, observados, dispuestos a la vista de todos”.
            Nunca, por mucha falta de privacidad que hubiera en otras épocas, los sentimientos y los pensamientos de un ser humano han sido transparentes para los demás. Incluso cuando la familia entera debía dormir en un mismo camastro, lo que cada uno soñaba solo era accesible si el soñador lo contaba. También en la Edad Media, cuando un amante se quedaba ensimismado, el otro debía preguntarle “¿en qué piensas?” y tenía que conformarse con lo que le dijera, no podía leerlo en su frente.
            No menos grave resulta la no distinción entre el diario como documento histórico o psicológico y como género literario. Anna Caballé no parece encontrar diferencias entre el Diario de un testigo de la guerra de África, de Pedro Antonio de Alarcón, y el diario de Leandro Fernández de Moratín. El primero, publicado por entregas en la prensa antes de recogerse en libro, es una obra maestra del periodismo contemporáneo; el segundo, una serie de anotaciones privadas útiles solo para el estudioso o el biógrafo de Moratín.
            A Anna Caballé lo que le interesa fundamentalmente es el diario como documento y por eso se refiere, siempre que se conservan, a los manuscritos originales, en los que importa tanto lo que se dice como el papel o la tinta con que se escriben. Al ser un documento no puede ser alterado, por eso rechaza cualquier tachadura o reescritura posterior.
            Al contrario que en los documentos históricos, en el diario literario, como en los demás géneros literarios, el primer borrador no es más verdadero ni más auténtico que la versión final. Decir lo primero que a uno se le viene a la cabeza, como hacen los adolescentes en sus diarios, no es el mejor modo de decir de la manera más precisa posible lo que uno quiere decir.
            Esa confusión explica que, dentro de la entrada “Censura” de su diccionario, reproche a los diaristas españoles contemporáneos su “autocensura” y su “inmenso silencio” sobre la sexualidad: “una reticencia infinita parece contener a los diaristas y les impide siquiera el intento de explorar su lenguaje para referirse a ella”.
            ¿Sería más verdadero y más auténtico diario el maravilloso Champán y sapos, de José Carlos Llop, si su autor nos detallara cuándo y cómo tiene relaciones con su mujer? La pregunta, así formulada, resulta bastante ridícula, pero esa es la idea que parece tener del diario íntimo una de las máximas autoridades académicas en el tema. Explica ello que trate con tanta displicencia –“notas algo pretenciosas”, “desvaídas, con escasa garra, convicción y profundidad”, “apuntes escuálidos”, “falta de análisis”, “escaso acento personal”– los admirables “Diarios de un pintor” y “Retales de un diario”, de Ramón Gaya, mientras se extiende elogiosamente en otros que no pasan de una curiosidad; sin duda estos últimos le parecen más verdaderos, menos reescritos (o corregidos solo antes de las doce de la noche del día de la fecha, como llega a afirmar).
            A la hora de estudiar los diarios hay que comenzar estableciendo la fundamental distinción entre el diario como género literario y como documento, aunque el segundo vaya firmado por un escritor (nada tiene que ver el diario de Gide, una de sus obras fundamentales, con el de Thomas Mann, una serie de minuciosas anotaciones sin interés literario alguno). Los segundos no están destinados a la publicación, sino a la consulta por parte del historiador o del estudioso, aunque a veces se publiquen; los primeros sí, aunque a veces queden inéditos o tarden en ser editados por razones ajenas al autor. Los segundos pueden no tener en un cuenta al lector, ser un desahogo o una anotación de uso personal; los primeros, como cualquier obra literaria, siempre lo tienen presente y no les resta ni les añade valor el que su edición tenga lugar a los pocos días de la escritura (como los diarios que se anticipan en la prensa: los de González-Ruano, Torrente. Delibes), años después (la mayoría de los diaristas contemporáneos, de Pániker a Trapiello) o póstumamente, como la edición definitiva de los diarios de Gil de Biedma.  
            La erudición, casi siempre admirable (hay algún error, como las referencias bibliográficas de la página 181), de Anna Caballé no va acompañada del adecuado andamiaje teórico (que nada tiene que ver con citar a Sloterdijk o a Heidegger) ni de ideas precisas sobre el género, pero eso no le resta valor como guía de lectura de diaristas poco conocidos a esta benemérita monografía.
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