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Los secretos de César González-Ruano

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El marqués y la esvástica
Rosa Sala Rose y Plàcid García-Planas
Anagrama. Barcelona, 2014.

“Tuvo fama de muchas cosas, algunas buenas y la mayoría malas”, escribió César González-Ruano refiriéndose al protagonista de su novela autobiográfica La alegría de andar. Y luego añadía: “Era muy aficionado a reunir leyendas y calumnias”.
            A esclarecer lo que hay de verdad en la más negra leyenda que ha acompañado desde siempre el nombre de González-Ruano han dedicado un minucioso volumen la germanista Rosa Sala Rose, especializada en el nacionalsocialismo, y el periodista Plàcid García-Planas, experto reportero en temas internacionales.
            En el breve volumen titulado Mis casas, escribió Ruano a propósito de su primera residencia en París: “Por razones que no son de este inventario, salí de Berlín precipitadamente y llegué a París el 8 de octubre de 1940. Aunque iba con un permiso de quince días en mi documentación, estaba dispuesto a no volver a Alemania y así lo hice, lo que me tuvo más de tres años sin escribir en los periódicos españoles y viviendo de otras cosas, experiencia que me faltaba y que, irónicamente, me demostró que podía vivir incluso económicamente mucho mejor no cultivando esta profesión que estando en ella”.
            La leyenda negra dice que, entre esas “otras cosas” de las que se podía vivir mejor que escribiendo, estaba estafar a familias judías, ofreciéndoles documentos falsos para que pudieran llegar a España y en realidad conduciéndoles a la muerte en la frontera.
            Eduardo Pons Prades, combatiente del maquis en los Pirineos, cuenta con detalle esa historia en su libro de memorias Los senderos de la libertad. La cuenta incluso con demasiados detalles. Habla de camiones cargados de judíos que llegaban a la frontera de Andorra y allí se les decía que debían cruzarla a pie y en cuanto descendían los ametrallaban. Un superviviente contó que había contactado en París con un tipo, muy relacionado con la embajada española, “de unos treinta y cinco o cuarenta años, alto, esbelto, con un bigotillo fino, bien trajeado, algo amanerado y cuyo francés tenía un marcado acento extranjero”. Los guerrilleros buscarían a ese siniestro personaje en París y allí descubrieron que se trataba de un periodista madrileño, pero no lograron dar con él.
            Sala Rose y García-Planas no consiguen confirmar esa historia, llena de detalles inexactos en lo que se refiere a González-Ruano, pero esclarecen hechos con ella relacionados, como que algunas fortunas del principado de Andorra se hicieron con el contrabando de judíos durante la guerra y que hubo asesinatos por parte de los guías para quedarse con el dinero y las joyas que llevaban consigo. Se sabe incluso dónde están enterrados, aunque nunca hubo interés en investigar ese asunto. El nombre de algunos de los asesinos fue, sin embargo, un secreto a voces en el principado.
            Esclarecieron también muchos aspectos del lado oscuro de González-Ruano. Se sabía que era un periodista venal, pero ahora queda confirmado, con la documentación correspondiente, que durante largos años trabajó para la Alemania nazi. Cobraba, y muy bien, por los artículos elogiosos que publicaba en los periódicos españoles y también por firmar con su nombre textos redactados directamente por los servicios de propaganda nazi (buena parte de su libro Seis meses con los nazis no la escribió él, sino algún directo colaborador de Goebbels).
            Pero los alemanes no se fiaron nunca demasiado de Ruano, como tampoco se fiaron de él los fascistas italianos durante los años que residió en Italia; sabían que estaba siempre dispuesto a venderse al mejor postor, y que podía traicionarlos en cualquier momento. De los informes sobre Ruano que se han conservado en los archivos policiales italianos y alemanes sacan buen partido los autores de El marqués y la esvástica.
            Políticamente no parece que Ruano tuviera principios muy firmes. Lo único claro es su monarquismo, exacerbado desde que Alfonso XIII le prometió un marquesado cuando recuperara el trono, y su antisemitismo. Era tan antisemita que nunca simpatizó demasiado con Franco porque le habían llegado rumores de que tenía antepasados judíos.
            Es posible que Ruano no participara directamente en el asesinato de ningún judío, pero lo cierto es que nunca lamentó su destino, ni siquiera después de conocer la magnitud del holocausto. Y que se aprovechó de ellos cuanto pudo durante esos años de París, los años de la ocupación, en los que él vivió mejor que nunca dedicándose no a escribir sino a “otras cosas” más lucrativas.
            Por ejemplo, a vender los cuadros y las antigüedades que encontró en su primer residencia parisina, propiedad de un judío que había tenido que huir, y que le fue alquilado por muy poco dinero. Cuando lo dejó, el lujoso piso del distrito de Passy, de más de ochocientos metros cuadrados, estaba prácticamente vacío.
            Muchas cosas nos cuentan Sala Rose y García-Planas de Ruano, y pocas buenas. Para vivir como un gran señor, como el aristócrata que creía ser, puso en juego todas las artimañas de un pícaro sin escrúpulo. Nos cuentan, por ejemplo, el motivo trivial, una cuenta sin pagar, que desencadenó las investigaciones que le llevaron a la cárcel de Cherche-Midi, y también sus actividades como delator en ella, actividades que motivaron tras la liberación a que fuera condenado (en un juicio, todo hay que decirlo, sin demasiadas garantías) a veinte años de trabajos forzados “por inteligencia con el enemigo”.
            Muchas novedades bien documentadas hay en este libro y pocas de las habituales vaguedades en las semblanzas del escritor (lo más flojo son las elucubraciones a propósito de su sexualidad). Que era un gran escritor, de eso no hay duda, y tampoco las hay ya de que, durante buena parte de su vida, y especialmente durante los años de París, fue un estafador y un delincuente, cuyas víctimas preferidas eran los judíos perseguidos por los nazis.
            Pero no fue el único que sacó lucrativo provecho de la situación. Y no es el menor de los méritos de esta espléndida investigación, contada como una novela de intriga, sacar a la luz los claroscuros, los infinitos grises de una época –la de la segunda guerra mundial– que luego se ha querido simplificar, como un cuento para niños, en el blanco impoluto de unos y el negro absoluto de otros.

Enormes minucias, el arte del aforismo

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Relámpagos de lucidez. El arte del aforismo
Javier Recas
Biblioteca Nueva. Madrid, 2014

De los tres subgéneros literarios que últimamente parecen haberse puesto de moda, el aforismo es el más antiguo. El haiku no llegó a las literaturas de lengua española hasta hace un siglo, en los años finales del modernismo, y el microrrelato, entendido como tal, es prácticamente de ayer mismo, aunque le podamos encontrar múltiples antecedentes. Pero el aforismo lo cultivaron ya los presocráticos, que fueron los primeros metafísicos y los primeros físicos de nuestra cultura, y aparece en los textos sagrados de casi todas las religiones.
            El término “aforismo” es el más generalizado hoy para los “textos sin contexto” –así los define Jorge Wagensberg, uno de los grandes aforistas contemporáneos– que han recibido muy diversos nombres: máximas, proverbios, sentencias, refranes, adagios, epigramas, preceptos o incluso, más sencillamente, ocurrencias, dichos, frases memorables. Tienen relación con el fragmento, y muchos de los aforismos proceden de textos fragmentarios, pero un fragmento solo se convierte en aforismo cuando paradójicamente deja de serlo y pasa a ser considerado un texto completo.
            Relámpagos de lucidez titula, muy acertadamente, el profesor Javier Recas un volumen que es a la vez un estudio del aforismo, una antología y una colección de semblanzas de los principales aforistas.
            ¿Los principales aforistas? Mejor diríamos algunos de los principales y otros que quizá no esperaríamos encontrar, pero que de ningún modo sobran. Comienza con Lao Tse, el fundador del taoísmo, menos un personaje que una leyenda. “El que sabe no habla, / el que habla no sabe”, dice uno de sus textos más divulgados (la estructura paradójica y en quiasmo resulta muy característica del aforismo contemporáneo). Lao Tse nos ofrece un arte de vida, una religión sin dioses, una visión del mundo que supone un contrapunto al racionalismo de Occidente.
            Tres aforistas representan a la lengua española. El primero es un clásico que no puede faltar en ninguna selección, Baltasar Gracián, autor del Oráculo manual, teórico del género en Agudeza y arte de ingenio, y reconocido maestro de algunos de los más notables aforistas posteriores, como Schopenhauer o Nieztsche, a los que Recas dedica sendos sustanciosos capítulos. Conceptuoso y barroco, quevedesco y gongorino, gustoso de retorcer y comprimir el lenguaje al máximo, Gracián es autor de algunos de los dichos más repetidos y populares, como “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, que no deja de ser una excelente definición del aforismo.
            Antonio Machado sorprende algo más en una restringida selección del aforismo universal, pero aforismos son sus proverbios y cantares (muchos de los aforismos tradicionales se escribían en verso) y al aforismo tienden con frecuencia los apuntes de Juan de Mairena y las reflexiones filosóficas de Abel Martín. En cualquier caso, el capítulo que se le dedica disuena un tanto del resto del libro.
            El tercer aforista de lengua española es el raro Antonio Porchia, un italo-argentino más sabio que culto en el sentido tradicional del término (su formación académica era escasa). Porchia no escribió más que aforismos. Los reunió en el volumen Voces, que fue creciendo en sucesivas ediciones. La primera, una autoedición, pasó sin pena ni gloria, pero uno de sus ejemplares llegó al crítico francés Roger Caillois (el mismo que resultó decisivo para la fama de Borges) y fue su entusiasmo quien acabó convirtiéndolo, si no en una celebridad, sí en un mito. Entre la filosofía y la poesía oscilan los aforismos de Porchia, que prescinden de cualquier juego de ingenio o alarde retórico; es el suyo un minimalismo extremo, un arte de la pobreza expresiva que requiere toda la colaboración del lector para que no se confunda con la obviedad y la nadería.
            Los moralistas franceses, una de las cumbres del aforismo, están representados por La Rochefoucauld y Chamfort. Al primero lo define Recas como “el ingenio galante de los salones parisinos”, mientras que al segundo lo resume en tres palabras: “carácter, pasión y revolución”. Al arte de vivir del antiguo régimen, al ocurrente y punzante discreteo de los salones, le puso fin de abrupta manera la Revolución. Elreiterado y atroz suicidio de Chamfort, quien tras ser detenido una vez juró que no volvería “a ser reducido a la esclavitud en una prisión”, lo ejemplifica de la mejor manera. Recas lo cuenta con minuciosidad gore: “Unas semanas después fueron los gendarmes a buscarle para un nuevo interrogatorio. Chamfort compartía cena con unos amigos y pidió terminarla. Concluida esta, se excusó para ir a recoger unos documentos a su despacho. Se pegó un tiro que erró su propósito, la bala le partió la nariz y le destrozó un ojo. Sorprendido de verse aún vivo e inmerso en un irrefrenable delirio suicida, cogió una navaja con la que intentó seccionarse la garganta, pero no logró sino causarse una feroz carnicería. Se asestó diversos golpes intentando, sin éxito, llegar al corazón y en un esfuerzo final trató de cortarse las venas. Rescatado del gran charco de sangre, recibió la atención y los afanosos cuidados de sus amigos. Después de un tiempo de transitoria mejoría, falleció el 13 de abril de 1794”. Toda una época fallecía con él.
            Georg Christoph Lichtenberg fue en vida famoso por sus trabajos científicos, como otros aforistas lo fueron por sus tragedias, novelas o poemas, pero en su caso --al igual que en el de tantos otros– las obras mayores cayeron en el olvido, mientras que los apuntes escritos a vuela pluma permanecieron. Como en el soneto de Quevedo, a veces es lo que parecía más frágil “lo que permanece y dura”. De los aforistas clásicos, es quizá el irreverente e incisivo Lichtenberg el que más cerca está de nosotros.
            Mark Twain y Ambrose Bierce aportan el humor a la selección. Un humor cada vez más negro en el caso de Mark Twain, y negro y sarcástico desde el comienzo en el de Bierce, cuyo Diccionario del diablo es un vademécum que no ha perdido ni un ápice de su carácter provocador.
            A los soliloquios de Marco Aurelio y al seductor personalismo de Montaigne se dedican otros capítulos de un libro que termina con Emile Cioran, quien dedicó su larga existencia a glosar con la mejor prosa francesa la tentación del no ser y a quien la posibilidad del suicidio le libró del suicidio: “Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio hace tiempo que me hubiera matado”.

Eloy Sánchez Rosillo, la naturalidad y otros artificios

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Hilo de oro (Antología poética 1974-2011)
Eloy Sánchez Rosillo
Edición de José Luis Morante
Cátedra. Madrid, 2014.

Hay poetas que necesitan intermediarios para llegar a los lectores. Mallarmé no sería Mallarmé sin sus comentaristas; tampoco el Góngora de las Soledades o el último Valente. A otros, en cambio, aunque puedan haberlos tenido en igual número, no les resultan imprescindibles. Es el caso de Antonio Machado; es el caso también de Eloy Sánchez Rosillo.
            Los poemas de Sánchez Rosillo se defienden solos, al contrario de lo que ocurre con buena parte de sus coetáneos (pensemos en el Guillermo Carnero de El azar objetivo, por ejemplo). De ahí que la labor de escoliasta de José Luis Morante en Hilo de oro resulte, en buena medida, prescindible. Él ha tenido el acierto de reconocerlo así, y a pesar de que la colección Letras Hispánicas parecía exigir una minuciosa anotación de naderías (que es lo que algunos suelen confundir con una edición crítica) ha reducido al mínimo las notas a los poemas y no señala las escasas variantes respecto de las primeras ediciones.
            Eloy Sánchez Rosillo es un poeta paradójico. Al lector apresurado puede darle la impresión de que se limita a contar lo que le pasa o lo que recuerda, a abrirnos su corazón con un lenguaje lo más directo posible, ajeno a todo artificio. Parece ejemplificar el mito del poeta directo y natural, como el Alberto Caeiro pessoano (una cita de Caeiro da precisamente título a su primer libro, Maneras de estar solo). Es también, como Caeiro, un poeta que carece de biografía, al menos de biografía noticiable y novelable: nació en Murcia el año 1948, estudió en Murcia y allí trabaja como profesor universitario; de joven, realizó un viaje iniciático a París, pasó una temporada en Italia, hizo otro viaje por el Mediterráneo que dejó huella en sus versos; se casó, tiene un hijo; pocas cosas más se pueden contar. Como poeta se ha mantenido siempre fiel a unos pocos maestros; ha desdeñado las vanguardias; no ha tanteado nuevos caminos, no ha tenido miedo de incurrir en la monotonía ni de que le acusaran de escribir siempre el mismo libro.
            ¿Un poeta al margen de la modernidad? Es posible, pero un poeta que se seguirá leyendo cuando los modernos y los postmodernos resulten antiguallas.
            La natural continuidad de la obra de Sánchez Rosillo, que solo cambia según va cambiando la vida del autor, no impide señalar en ella dos etapas. Abarca la primera los cinco libros iniciales, desde el ya citado Maneras de estar solo (1978) hasta La vida (1996); se inicia la segunda, tras casi una década de silencio, con La certeza (2005). El poeta sigue siendo el mismo, pero el generalizado tono elegíaco resulta ahora sustituido por otro de aceptación y exaltación del presente. Según ha explicado el propio autor, hubo un cambio en su concepto del tiempo: “Creía antes en un tiempo lineal y troceado, con un antes, un ahora y un mañana. En la actualidad siento que todo ocurre a la vez, en el fulgor de un instante único y para siempre”.
            En el más reciente Sánchez  Rosillo hay un componente que podríamos llamar místico y que le acerca a un poeta como Vicente Gallego, cuyos últimos libros responden a conversión religiosa. Buen ejemplo de ello lo constituye el poema que cierra la antología, “Perdición”, y que casi podría estar firmado por cualquiera de los dos: “Alzo los ojos en la noche oscura, / y esa es mi perdición. Desde una estrella / que refulge esta noche para mí / más que ninguna otra, / me va llegando sin piedad al pecho / una cataclismo de diamante puro. / Y me abre ahí una herida tanta luz, / y la herida no sangra, porque se cauteriza / con su propio dolor, que es alegría, / que es muerte y nacimiento, / un volver a vivir desde el principio / y esta vez para siempre”.
            Pero el nuevo Sánchez Rosillo, que se enreda en metafísicas y místicas paradojas, no deja de lado, por fortuna, al poeta de siempre, el de “Lectura de Emily Dickinson” o el de “Huertos junto al río”, uno de esos apuntes que parecen hechos de nada, como algunos bocetos de su admirado y siempre presente Ramón Gaya: “Qué bendición, la lluvia en los naranjos, / a mitad de diciembre. / Dentro de algunos días recogerán los frutos, / ya en sazón bien cumplida. Pero ahora / brillan todos intensos, encendidos, unánimes / en la mañana gris, mientras se escucha / este apenas ruido, / este rumor tan delicado y manso / de la lluvia cayendo sobre las hojas verdes”.
            Hay poetas en los que el artificio se muestra como tal; en otros se disfraza de naturalidad, que en el arte es otro artificio, y no el menos difícil de conseguir. El misterio de la poesía de Sánchez Rosillo, su engaño a los ojos, todavía no ha sido desvelado por la crítica, que ha solido limitarse al acrítico encomio o a la glosa. José Luis Morante nos ofrece un buen informado prólogo, excelente punto de partida, y unas notas casi siempre prescindibles. En el poema “La playa”, por ejemplo, anota: “Nueva formulación de un asunto básico de esta poesía: la temporalidad. El acontecer marca cada uno de nuestros actos hasta su disolución en la nada”. No señala el uso de un procedimiento que ya estudió Bousoño al referirse a un poema de José Hierro, “El pasaporte”, ni tampoco los ecos –Píndaro, Góngora– del último verso: “Somos sombras de un sueño, niebla, palabras, nada”.
            Editar a un contemporáneo no requiere menos trabajo que editar a un clásico, pero se trata de un trabajo distinto. El objetivo final es, sin embargo, el mismo: ofrecer a los lectores un texto lo más cercano posible a la intención última del autor y sin más anotaciones que las imprescindibles para que pueda ser entendido como en el tiempo en que fue escrito. Al margen –como prólogo o epílogo– pueden ir todas las erudiciones, interpretaciones y análisis que se crean necesarios, pero siempre al margen, sin interrumpir el texto.

            

Villena, Marzal, Vilas: De poetas y poéticas

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Segunda Poesía con Norte
Lorenzo Oliván (ed.)
Pre-Textos. Valencia, 2014.

A los poetas, cuando se les incluye en una antología o han de participar en una lectura de poemas, se les suele pedir que hablen de su poesía en particular y de la poesía en general. Esas reflexiones reciben el nombre de “poéticas” y constituyen un subgénero peculiar en el que toda vaguedad tiene su asiento, abunda la pretenciosidad y rara vez escapan al naufragio en el mar de las buenas intenciones.
            Es cierto que algunas de las reflexiones más inteligentes que se han hecho sobre la poesía –de Eliot a Antonio Machado, de Auden a Octavio Paz–  son obra de poetas, pero esa es la excepción, no la regla.
            Buena parte de los más destacados poetas contemporáneos han sido reunidos por Lorenzo Oliván en los dos tomos de Poesía con Norte para que nos ofrezcan su personal concepción de la poesía. No todos salen con bien del intento, y el resultado son unos volúmenes que quizá tienen más interés para el analista o entomólogo de la poesía española contemporánea que para el curioso lector. 
            En la segunda entrega, recién aparecida, encontramos algunas muestras de que es posible hablar de la propia poesía y, sin embargo, no resultar tedioso ni borrosamente pedante.
            Un buen ejemplo de ello lo constituye Luis Antonio de Villena, quien en el capítulo inicial traza un brillante autorretrato del artista adolescente. No es que no nos hubiera contado nunca lo que aquí nos cuenta, ni que prescinda de sus habituales manierismos, pero consigue mezclar con encomiable alacridad lo personal y lo generacional, la anécdota y la categoría. La prehistoria del mejor Villena, la del que va de Himnica (1977) a Huir del invierno (1981) es la que reflejan estas páginas. Un paganismo nuevo tituló la antología que resume esa época y titula también sus reflexiones. De las tres características que él buscaba aportar con sus poemas –inmediatez, modernidad, cultura–, las dos últimas eran rasgos generacionales, pero la primera –carnalidad y germanía– constítuía una aportación personal que no tardó en encontrar incontables seguidores.
            Carlos Marzal acierta cuando, para hablar de su obra, deja de lado teorizaciones y generalizaciones y nos habla de una casa, “la casa de la vida”, como titula utilizando la afortunada expresión de Mario Praz. Se trata de una casa de campo, en Serra, que compró su bisabuelo y que guarda la biblioteca y lo mejor de la memoria personal y familiar. La biblioteca, enorme y desordenada, “resulta inabarcable para una sola vida”. Esa casa –y el paisaje en que está situada– han sido siempre para él “un tema literario fundamental y un lugar de inspiración”, representa “una particular idea de la acción del tiempo sobre los hombres y las cosas”, una forma de entender la vida y la literatura. De ahí que Marzal, al describirla minuciosamente, trace a la vez un autorretrato y la mejor imagen de su poesía.
            Josep María Rodriguez reúne una serie de notas dispersas, “Cuaderno de viaje” las titula. Comienza en un café de Bruselas, donde se reunían los surrealistas amigos de Magritte, y termina con la proyección en Nueva York, el invierno de 1929, de un cortometraje inspirado en el Ballet mécanique de Fenand Léger (uno de los asistentes es Lorca). En medio hay lugar para el haiku, la caligrafía oriental, el aforismo (“Los poetas jóvenes tienen piel de tambor; siempre hacen más ruido los que están más huecos”) y los apuntes autobiográficos. Cierto que a veces incurre en la ingenuidad: “Cuando pienso en la historia de la literatura, a menudo tengo la sensación de que he llegado demasiado tarde. ¿Queda algo que Cervantes o Shakespeare no dijeran? ¿Qué se puede escribir después de Juan Ramón, de Eliot, de García Lorca?”. No se da cuenta de que la segunda pregunta hace inútil la primera. Después de Cervantes y Shakespeare, quedaba al menos por decir lo que escribieron Juan Ramón, Eliot, Lorca.
            Se agradece el sentido común y el gusto por lo concreto de Josep María Rodriguez: “Al escribir, hacer sitio al lector. Dejando que intervenga, que haga suyo el texto. Pero sin jeroglíficos. Porque si dinamitamos todos los puentes nos quedaremos solos en nuestra orilla”.
            Manuel Vilas, a mediados de los años noventa, tuvo su particular caída del caballo, una peculiar experiencia que le transformó por completo. Al comienzo de su colaboración en este libro explica esa “iluminación”: “Vi la grandeza de cualquier vida. Vi todos los resortes carnales de la sagrada vida humana. Me quedé fascinado ante la vida. Sentí una euforia casi destructiva”. El resultado fue la creación de un personaje –al que llama Gran Vilas o San Vilas– que desde entonces protagoniza toda su obra literaria y que le ha proporcionado un notable reconocimiento entre críticos y lectores. Lo que dice importa menos que el tono provocador y gesticulante con que lo dice. El delicado poeta cernudiano que era Manuel Vilas antes de su “conversión”, el de los primeros libros, resultaba correctamente aburrido; el nuevo Vilas se esfuerza en ser incorrecto y no es nunca aburrido. No lo es en esas observaciones sobre “Poesía y realidad”, aunque a menudo muy discutibles, o precisamente por ello. E incluye en ellas dos poemas muy representativos de la manera de hacer que le ha dado nombradía: la elegía a un coche, excelente, y el dedicado a un McDonald’s, que no se sabe si está escrito en serio o en broma, si es un ditirambo, una sátira o simplemente una payasada (lo mismo ocurre en casi toda la obra de Manuel Vilas, y a ello se debe la mayor parte de su encanto).
            Tampoco hay que desdeñar –en otro orden de cosas– las inteligentes observaciones de Ada Salas sobre el uso que los poetas hacen del lenguaje: “El poeta no usa el lenguaje descansando en él, lo usa como si fuera a desaparecer bajo sus pies, como si fuera una amenaza”.

            

Dios y otras hipótesis

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Impenitente. Una defensa emocional de la fe
Francis Spufford
Traducción de Catalina Martínez Muñoz
Turner. Madrid, 2014.

Como siempre ocurre, unos ven la botella medio llena y otros medio vacía. Es bien cierto que las diversas confesiones religiosas –el islamismo, el judaísmo, el cristianismo, con sus diversas variedades, a menudo enfrentadas, por citar las que nos resultan más cercanas– no cuentan hoy con la influencia que tuvieron en otras épocas, pero siguen condicionando la vida política y social de creyentes y no creyentes en multitud de países.
            Francis Spufford, ensayista inglés, prefiere ver la botella medio vacía: “Mi hija acaba de cumplir seis años. En algún momento del año que viene descubrirá que sus padres son raros. Son raros porque van a la iglesia”. En la nota de la contraportada se muestra más combativo: “Creo en Dios, para mí el cristianismo tiene sentido y estoy harto de que ustedes, los ateos y agnósticos, se crean más listos que yo”.
            Como ateo y agnóstico (más ateo que agnóstico en lo que a esta cuestión se refiere), acepto de inmediato el reto, no para demostrar quién es más listo, no se trata de eso, sino con la curiosidad de ver razonada la fe, ese oxímoron.
            Pero Spufford no es un buen polemista, sin que eso le quite valor a su apasionante ensayo. Pretende explicarnos el sentimiento religioso, ofrecernos una “defensa emocional de la fe” (así se subtitula el libro) y en seguida se centra en la fe cristiana –como si las otras religiones no fueran religiones verdaderas o verdaderas religiones– y dentro de ella, en la Iglesia de Inglaterra, que no representa, ni de lejos, el sentir de la mayoría de los cristianos.
            Seguro que la mayoría de los lectores españoles, si son creyentes, se consideren, si no ofendidos, al menos extrañados, de que considere, entre los “aterradores cristianos de la historia” tanto a las milicias serbias como al papa Pío IX. O, peor aún, que no incluya a los millones de católicos que creen en el infierno entre los cristianos de verdad: “El infierno sigue siendo popular –basta con ver cómo lo invocan los tabloides cada vez que necesitan describir un acto de maldad–, pero ha dejado de serlo entre los cristianos de verdad. La mayoría de los cristianos no creemos en el infierno desde hace varias generaciones”. La razón: “el infierno colisionaba con elementos mucho más básicos de la religión, y nuestra inteligencia colectiva decidió finalmente corregir el error”. Y luego, en el estilo coloquial que caracteriza buena parte del ensayo, insiste: “Lo prometo. ¡¡Se acabó el infierno!! ¡¡Es oficial!”
            Invalida un tanto la reflexión de Spufford, como el de tantos otros apologistas de la religión, el que no acierta a distinguir cuando está hablando de la religión en general y cuando de su propia confesión.
            La “oficialidad” que él proclama para la abolición del infierno vale tan poco para la generalidad de los cristianos como sus afirmaciones referidas a la moral sexual: “Lo limpio y lo sucio son categorías propias de las religiones normativas, no del cristianismo. Cuando se trata de adultos que consienten libremente, deberíamos dar tan poca importancia a la lista de actos sexuales prohibidos como a la lista de alimentos prohibidos”. Y en apoyo de su opinión utiliza los evangelios: “En el relato fundacional del cristianismo, el sexo no tiene la más mínima importancia. A Jesús no le pareció que valiese la pena mencionarlo”.
            A menudo los ateos y los agnósticos son más respetuosos con la religión que los creyentes. Los creyentes, a lo largo de la historia, han tendido a respetar solo la suya, la única verdadera, y a arremeter contra los que tenían una creencia distinta o se permitían la más mínima libertad en cuanto a la interpretación de cualquier dogma.
            Al esforzado defensor del cristianismo que es Spufford en otras épocas los buenos creyentes le habrían llevado a la hoguera y en la nuestra –en este siglo XXI–, es muy probable que hubiera sido condenado y expulsado en la mayoría de las iglesias cristianas; es muy posible que solo en la suya, tan respetuosa por otra parte de la tradición, se permitan tales libertades de pensamiento.
            Francis Spufford cree en Jesús, y uno de los capítulos del libro se dedica a recontar hermosamente su historia, pero no está muy claro que crea en la otra vida y no piensa que esa creencia sea esencial al cristianismo. Para él, lo que Jesús dijo fue que había venido a traer “vida en abundancia”, vida sin límites, pero esos límites se pueden entender relacionados con la duración o de otra manera. No es obligatorio entender que, “si creemos en Jesús, viviremos por siempre con él en el cielo”. Spufford no está seguro de que exista el cielo, y en cualquier caso eso le importa poco.
            Pero lo más curioso es que cree en Jesús, y en que Jesucristo es Dios, pero no está seguro de que Dios exista. Tras afirmar, al final de su libro, que, pase lo que pase, las iglesias seguirán abiertas y “Dios seguirá estando ahí, iluminándonos”, continúa: “Eso, claro está, si es que Dios existe. Bien pudiera ser que no. Yo no lo sé”.
            Decía Jon Juaristi que se había convertido al judaísmo porque era la única religión en que era posible ser ateo. Si hemos de hacer caso a Francis Spufford, también es posible en la Iglesiade Inglaterra.
            Contradictorio, apasionante, reflexivo y confesional, lirico y coloquial (al pecado lo denomina la PHaC, que quiere decir “la propensión humana a cagarla”), el libro de Francis Spufford nos demuestra que creer “es una costumbre / que suele tener la gente”, como diría Borges, al margen de su cultura y de su nivel intelectual, y que unas veces las hace mejores y otras, demasiadas, peores (exactamente igual que la falta de fe).
            Las diversas creencias, las distintas religiones, son respuestas distintas a una única pregunta. Y esa pregunta –que no tiene respuesta–  es lo único siempre verdadero.

Almuzara, Jayyam y la reinvención del clasicismo

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Quede claro (Antología poética 1989-2013)
Prólogo de Miguel d’Ors
Javier Almuzara
Renacimiento. Sevilla, 2014.

Caravana y desierto
Prólogo y recreaciones de Javier Almuzara
Omar Jayyam
Renacimiento. Sevilla, 2014.
  
Todo poema, toda obra literaria que valga la pena, se escribe en colaboración. “El poeta es un pequeño Dios”, escribió Huidobro. Pero un Dios que no crea de la nada, sino a partir de lo ya existente: la tradición literaria.
            Durante siglos, tal hecho –que se escribía “a partir de”, que había unas fuentes, unos maestros a los que se trataba de emular– se exhibía con orgullo; el romanticismo trató de disimularlo, poniendo énfasis en la originalidad, en el aporte personal, en el desahogo del corazón.
            El poeta sabe que ambas cosas cuentan, que no hay naturalidad sin artificio, aporte personal que no se apoye en aportaciones ajenas.
            Pocos poetas tan conscientes de ello como Javier Almuzara, quien, tras una década de silencio poético, acaba de publicar dos obras esenciales y ejemplares, una firmada con su nombre, la otra con el de Omar Jayyam, pero ambas igualmente personales e igualmente reescritura de una tradición.
            Quede claro –el título ya es una declaración de intenciones–, la antología que compendia un cuarto de siglo de dedicación poética, ofrece una amplia muestra –41 poemas– de un nuevo libro, Siempre y cuando, escrito a lo largo de los últimos diez años. El cultivo de la métrica tradicional –abundan los sonetos– y de los temas clásicos, se ha ido acentuando. Pero nada suena a consabido, hay sabiduría formal, no vacuo virtuosismo.
            En cualquier antología del soneto contemporáneo deberían figurar los de Javier Almuzara, que tiene en Borges un maestro cercano, pero que desde el comienzo –“El escriba sentado” ya es una obra maestra– aciertan a prescindir de cualquier fácil mimetismo.
            Hay emoción y hay humor en la poesía de Javier Almuzara, y hay también un orgullo por la obra bien hecha –heredero de Horacio: “Exegi monumentum aere perennius”, “levanté un monumento más duradero que el bronce”–  que puede resultar quizá antipático a algunos lectores. “Y, aunque soy flor de un día, / cantando lo que pierdo, / he escrito alguna línea / que no borrará el tiempo”, afirma.
            El soneto inicial y el final insisten en la idea: escribir como forma de no morir del todo. En “Unos versos remotos”, el poema con que concluye la antología, el poeta se compara con un autor de una época olvidada, pero en cuyos versos “aún canta todo lo perdido”. El último terceto dice así: “Mi destino es el suyo: llegar vivo / al lejano lector que en este instante / lee el remoto poema que ahora escribo”. Presente y futuro se confunden; los versos de ayer que siguen vivos hoy son estos mismos versos de hoy que seguirán vivos en un distante mañana. Pero lo que el poema expone como certeza, el poeta solo puede afirmarlo como desiderata, y de ahí que en lugar de “mi destino es el suyo” quizá habría sido mejor que dijera “mi destino sea el suyo”, a pesar del algo forzado triptongo.
            Toda manera de entender la poesía tiene sus riesgos. Quien gusta obsesivamente, como Javier Almuzara, de lo bien dicho puede incurrir en lo redicho. Rara vez incurren en ese riesgo sus versos, escritos con la cabeza, pero que, vayan directos al corazón o nos pongan una sonrisa en los labios, se nos quedan para siempre en la memoria.
            De su prosa, por el contrario, tan dada al juego de palabras, sin la naturalidad que aportan, paradójicamente, la métrica y la rima, no siempre puede decirse lo mismo; a veces resulta fatigosa o rebuscadamente brillante.
            No ocurre eso en el prólogo a Caravana y desierto, el título que ha querido ponerle a su personal recreación de los poemas de Omar Jayyam, tan atinado, en el que nada falta ni sobra. ¿Recreación o invenciòn? Ambas cosas sabiamente entreveradas. “Un auténtico Almuzara no es un falso Jayyam” se afirma en el prólogo. Omar Jayyam, que vivó entre 1040 y 1123, fue tenido por sus contemporáneos por un sabio, no por un poeta; póstumamente se le atribuyeron una serie de cuartetas (“robaiyat” o “rubaiyatas”) que cantaban el goce del instante, descreían de cualquier Dios y se enfrentaban a la ortodoxia del Islam. El Omar Jayyam que admiró al mundo es menos un poeta persa que un poeta inglés. Fueron las versiones de Edward Fitzgerald, publicadas en 1859, las que le convirtieron en un clásico.
            A Omar Jayyam se le han llegado a atribuir mil doscientos poemas; con relativa certeza parece que solo se le pueden atribuir unos cincuenta. Más que un poeta es una franquicia, como dice muy acertadamente Almuzara, un heterónimo colectivo al que han contribuido múltiples traductores y algunos de los mejores poetas de los últimos ciento cincuenta años, como Pessoa o Borges.
            Lo cierto es que las traducciones de Omar Jayyam cuanto más fieles quieren ser, cuanto más pretenden ajustarse al original farsí, respetando incluso la rima (cuatro versos monorrimos salvo el tercero, que queda libre), más infieles resultan. Es el caso de la erudita versión de Nazanín Amirian, en la que podemos leer este horror, que por muy fiel que sea a Jayyam, habría avergonzado al poeta: “¡Atiende, viejo sabio! De madrugada ve / y a ese niño que criba la tierra contémplale. / De Parviz son los ojos y de Keyghobad la mente: / que la cribe con respeto, a ello exhórtale”.
            Ninguno de los poemas de Omar Jayyam que ha reescrito o escrito Javier Almuzara es indigno de Omar Jayyam y muchos de ellos podrían figurar en la más exigente selección del poeta persa: “Cuanto más tiempo gano más tengo que perder / en la incondicional derrota de la vida. / Feliz el que primero entrega la partida. / Indemne solo acaba quien nunca llega a ser”.
            Ya Jayyam, quizá sin haberlo leído, había reescrito como nadie a Horacio: “Atrévete a gozar a plena luz del día. / Escandaliza a todos en la noche serena. / Sácale los colores al jardín de la vida. / Que oculte su vergüenza la muerte bajo tierra”.
            Caravana y desierto es, a la vez, una de las mejores versiones de Jayyam que pueden leerse en español y uno de los más memorables y personales libros de Javier Almuzara: “Solo perdurará, a su aroma fiel, / la rosa marcesible del instante / si fue cortada a tiempo, aún rozagante, / en el jardín de un cuerpo, a flor de piel”.

Otra novela sobre Lázaro de Tormes

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Juan Luis Vives, autor del Lazarillo de Tormes
Francisco Calero
Biblioteca Nueva. Madrid, 2014

También la historia de la literatura tiene sus misterios sin resolver, sus serpientes de verano. Con cierta frecuencia los diarios nos dan noticia de un nuevo descubrimiento sensacional en torno al Quijote (que no describe el paisaje de la Mancha, sino el de Galicia, por ejemplo) o al autor del Lazarillo.
            La historia de sus presuntos autores daría para una novela, y no menos apasionante que la carta autobiográfica del “mozo de muchos amos” sería esa otra novela en la que Lázaro pasa de erudito en erudito.
            Francisco Calero publicó por primera vez Juan Luis Vives, autor del "Lazarillo de Tormes" en 2006; lo reedita ahora muy acrecentado con nuevos argumentos.
            El título es una réplica a otro de Rosa Navarro Durán que causó cierto ruido, Alfonso de Valdés, autor del "Lazarillo de Tormes", de 2003, pero también reeditado y luego complementado con numerosas publicaciones en la misma línea.
            A descalificar a Rosa Navarro Durán dedica buena parte de su empeño Francisco Calero: no hace caso “ni de las críticas que se le formulan ni de las teorías de los otros investigadores (si es que las lee)”, “sigue en su autismo”, “lo que ha hecho es escribir una novela a propósito del Lazarillo”. Su metodología consistiría en “hacer afirmaciones que no demuestra, lo que va contra los principios básicos de la filología, pues también en las ciencias llamadas humanas hay que demostrar lo que se dice y, si no se demuestra, el filólogo hará literatura sobre literatura”.
            Por el contrario, él afirmar utilizar el método clásico de la filología, esto es, “la comparación”. Unas treinta concordancias entre dos obras confirman que son del mismo autor. Ese método le sirve para demostrar, “con toda seguridad”, no solo que el Lazarillo lo escribió Juan Luis Vives, sino que además escribió otras muchas obras –anónimas o no– del siglo XVI: Diálogo de Mercurio y Carón, Diálogo de las cosas acaecidas en Roma, Diálogo de doctrina christiana, Diálogo de la lengua, El Crotalón, Viaje de Turquía, Jardín de flores curiosas, Rosas de romances… Y es raro que se haya detenido en una docena de obras (y algunas traducciones): con su método, y un poco de paciencia, no resulta difícil descubrir que cualquier obra del siglo XVI es de Juan Luis Vives. O que La Regentala escribió Palacio Valdés.
            Le vale la mínima coincidencia. Un ejemplo. En el Lazarillo se lee: “Estábamos en Escalona, villa del duque della”, y el Diálogo de doctrina christiana se dedica “Al muy ilustre Señor don Diego López Pacheco, marqués de Villena, duque de Escalona, conde de Sant Estevan, etc”. ¿Habrá señal más clara de que son del mismo autor? Otro ejemplo. Si el ciego del Lazarillo dice “que agora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados” y en la Introductio ad sapientiam se lee “procura mantener los pies limpios y calientes”, ¿cómo no deducir que el autor es el mismo?
            Cierto que a veces hay documentos que desmienten una atribución, pero para Francisco Calero los documentos del siglo XVI no tienen escaso valor probatorio, “han de ser examinados con lupa, porque lo normal es que fueran obtenidos por las malas artes interrogatorias de la Inquisición”. Por eso no da ningún valor a la censura del Mercurio y Carón, descubierta por Bataillon, en la que se afirma que su autor es “Alfonso de Valdés, secretario de su Mgt. para las cosas de latín”.
            La prueba “rigurosa y científica” no depende para Calero de la documentación, sino de las coincidencias, a veces entendidas de manera muy peregrina ¿En qué se basa para atribuirle a Vives el Jardín de flores curiosas, de Antonio de Torquemada, publicado en 1570, treinta años después de su muerte? Pues en que una de las innumerables anécdotas que contiene menciona a Vives. El mismo argumento vale para atribuirle las Rosas de romances, cuatro romanceros publicados en 1573. La historieta que se cuenta en las Flores y en uno de los romances habla de cierta condesa que, debido a una maldición, “parió de un parto 366 hijos” del tamaño “de ratones muy pequeños”. Los bautizaron en una vasija de plata que Carlos Quinto tuvo en sus manos. Como fuente se cita a varios autores, entre ellos a Vives, quien efectivamente narra la anécdota en sus Linguae latinae exercitatio. Pero con una diferencia: no menciona al emperador. “En relación con esto –escribe Calero– es muy difícil de explicar que Torquemada y Timoneda tuvieran conocimiento de la anécdota protagonizada por Carlos V. Quien la pudo conocer con toda facilidad fue Vives, que formaba parte del entorno del Emperador. Lo que hizo Vives fue citarse a sí mismo, como solía hacer, y de esta forma quedan relacionados y explicados los tres textos”.
            Quien razona de esta manera es catedrático emérito de filología latina, autor de numerosas obras en su especialidad, y sus pintorescas tesis no aparecen en un artículo periodístico ni autoeditadas sino en una colección de estudios críticos de literatura y lingüística en cuyo consejo asesor figuran, entre otros, Alberto Blecua, José-Carlos Mainer, Ricardo Senabre y Darío Villanueva. Y el libro se edita con ayuda del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
            En las conclusiones a su trabajo escribe Calero: “Si se preguntara a Lazarillo a quien preferiría como padre a Vives o a Valdés, con toda seguridad se quedaría con el primero”. Quizá por eso, para facilitar la respuesta de Lázaro, durante todo el libro se dedica a ensalzar los méritos de Vives y a rebajar los de Alfonso de Valdés, a quien le niega la autoría de sus obras e incluso que supiera latín (¡y era secretario de cartas latinas del emperador!). Se basa para esto último en la carta de un rival en la que se afirma que en Roma “se burlan de su latinidad”. Tras copiar el pasaje en las conclusiones, añade: “Este testimonio ha sido confirmado por los investigadores M. Bataillon y A. Alcalá, lo que quiere decir que no se debió a la enemistad del cardenal, como defiende Rosa Navarro”. ¿Pero tendrá algo que ver el que el testimonio esté confirmado por los investigadores, sea un documento auténtico, con que se deba o no la enemistad?
            Los desahogos personales que abundan en el libro, si no aumentan su crédito como investigador, contribuyen a hacernos simpático al personaje. Ironiza con Francisco Rico, que se ha limitado a calificar de “increíble” su propuesta, y nos cuenta sus intentos de llevarse bien con Rosa Navarro Durán, a pesar de que ella no ha aludido a su teoría “ni una sola vez”: “Cuando publiqué mi primer artículo, me ofrecieron en la TV de la UNEDgrabar dos programas sobre mi teoría, y me preguntaron si tenía algún inconveniente en que se hiciera la misma propuesta a R. Navarro. Yo dije que no, y de hecho cada uno grabó dos programas. No quiero ni pensar si hubiera sido al contrario. Mi intención era que, puesto que A. de Valdés y L. Vives necesariamente tuvieron que ser amigos, no era lógico que los que nos dedicábamos a estudiarlos no lo fuéramos. Pero así han sucedido las cosas, y va para diez años”.
            Este libro, a pesar del comité de expertos que lo avala, no es ya que carezca de cualquier rigor argumental, sino que choca a cada paso con el sentido común. En la dedicatoria inicial se lee que “con toda seguridad, Vives es el padre que más le contentaría” al Lazarillo. Quizá Francisco Calero no ha pretendido encontrar al autor del Lazarillo, sino darlo en adopción al mejor padre.


Rodrigo Olay, emoción y erudición

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La víspera
Rodrigo Olay
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2014
  
Pocos poetas han leído tanto y tan bien a sus contemporáneos como Rodrigo Olay. Lo demostró en su primer libro, Cerrar los ojos para verte; lo vuelve a demostrar en La víspera, una obra que daría mucho juego en un taller literario, que podría servir como base para un curso de métrica, de figuras retóricas, de poesía española actual.
            Los modelos una veces se exhiben explícitamente (Jaime Siles, José Luis Piquero, Miguel d’Ors), otras se deja al lector el trabajo gustoso de irlos descubriendo. Así “La búsqueda” le da la vuelta a un poema de Ángel González, el que inicia Sin esperanza, con convencimiento. “Hablaste mal, debiste haber contado / otras historias: / violines estirándose indolentes…”, le reprocha un anónimo interlocutor. En el poema de Olay, el reproche va en sentido contrario: “Hablaste mal, debiste / ensuciarte las manos”. Dos versos del autor de Palabra sobre palabra se reproducen  textualmente: “canto lo que perdí, por lo que muero”, “en este tiempo hostil, propicio al odio”. En otros poemas la nieve cae “poco a copo”, como en Blas de Otero, o un viajero se interna en el mar “de los sus ojos tan fuertemente llorando”.
            Buena parte de los textos de La Vísperason ejercicios de virtuoso (también lo es el poema en asturiano), casi siempre admirables. El soneto aparece en todas sus modalidades. Los hay en versos alejandrinos (como el muy ingenioso “Cárcel de amor”, perfecto ejemplo de “engaño-desengaño”, tal como fue estudiado por Carlos Bousoño) y en manuelmachadianos trisílabos (“Enojos, / atajos, / trabajos, / cerrojos”). Abundan la paronomasia y el calambur (“todo lo cura y soy todo locura”, “y amar a veces sabe a mar amargo”, “que ningún velo ve lo que ocultaba”). Y no se desdeña el rebuscamiento expresivo: “Te daré al mar; y a Dios, gracias si no te salvas”, dice la princesa en el soneto “A la corte de Antíoco ha llegado un viajero”.
            Junto a los ejercicios de estilo y “a la manera de”, hay otra poesía que podríamos llamar erudita. “Voyage autour de ma chambre” lleva el subtítulo de “Nota a pie de página” y eso es: una nota a pie de página del Teatro crítico universal de Feijoo en la que se compara su versión de un fragmento de Virgilio con otras versiones (claro que también este poema sigue un modelo, Luis Alberto de Cuenca). En “Diffugere nives” toma la voz un alumno de A. E. Housman para contarnos cómo “aquel viejo maestro solitario” dejo a un lado un día el comentario de Manilio para leer un poema de Horacio, la oda VII, del libro IV, que Olay parafrasea en español (“Han huido las nieves” se convierte en “El manto que cubría los hombros del invierno / se ha ido deshaciendo”) como antes Housman la recreó en inglés (“The snows are fled away”).
            Pero no solo encontramos en La víspera al buen lector, al aplicado escolar, a “il miglior fabbro”, como calificó Eliot a Pound, de la joven poesía española. También hay otros poemas más intimistas y personales, como los dedicados a la madre o a los abuelos, que a ratos parecen incurrir en el sentimentalismo o bordear la falacia patética.
            Rodrigo Olay, por tantas razones admirable, acierta menos cuando no pretende hacer un simple ejercicio de estilo. Dos poemas, el primero y el último, se titulan como el libro. El primero –una enumeración de “vísperas” (“cada cinco de enero”, “la última semana del colegio”, “la noche antes de un viaje”), siempre mejores que lo que vendría después– recrea  un conocido tópico; el último, describe a una agonizante y termina con  una frase que quiere ser sugerente y quizá es solo banal y prescindible.
            Resulta frecuente que los poemas de Olay no acierten con el final y que ese desacierto haga desmoronarse al conjunto.. “El envidiado” nos presenta a un hombre común (“No poseo riquezas. / No soy dueño de hombres. / Tampoco tengo tierras / ni fuerza, ni belleza”) al que todos envidian –“con la fuerza del verano”– porque posee un don. ¿Y cuál es ese don? Simplemente que ama a su amiga “tantos años después, igual que entonces”. Pues como ella no le siga amando –piensa el lector– más que un don es un suplicio.
            “Contra el poema anterior (emblema)” dice así: “No busques a lo lejos / ni verdad ni belleza. / no hacen falta. Están cerca. / Mírate”. El poema anterior, al que parece aludir el título, es “Xanadú”, un soneto que refiere el famoso sueño de Coleridge sobre el palacio de Kublai Khan. ¿Qué quiere decir el breve poema de Olay, que no hay que buscar fuera la verdad y la belleza, que basta mirarse al espejo? Quizá habría sido mejor titularlo “Narciso”.
            “Día de nieve” ejemplifica bien que en el joven Olay (nació en 1989) el pensar no es tan atinado como el decir y que se le suele escapar la estructura interna del poema cuando no escribe sobe una falsilla. La primera parte del poema es una brillante sucesión de imágenes sobre la nieve (“la luna hecha pedazos”, “la niebla por los suelos”, “arena pura / que tirita, aterida”). La segunda parte comienza con un “pero a ti, nieve nueva, nada quiero decirte” (después de haberle dicho tantas cosas); a quien quiere darle las gracias es a la nieve del día después porque gracias a ella sabemos “que no fue ayer un sueño”. Y termina: “Gracias a ti sabemos / que, a veces, / sí que ocurren / los / milagros”. O sea que nos describe un día de nieve y eso no le basta para saber que a veces ocurre el milagro de la nieve, sino que ha de esperar al día siguiente para que la nieve sucia le recuerde que el día anterior ha nevado y por lo tanto a veces ocurren los milagros.
            A más de un poema se le podría aplicar el mismo escalpelo. Hay en Rodrigo Olay una prodigiosa capacidad lingüística y mimética que parece exceder a su experiencia del mundo. En el dorsiano poema de amor titulado “Acción de gracias” (con su tono coloquial y su divagaciones y sus “pequeños detalles exactos”) leemos: “Muchas veces escribo con lo peor de mí, / con los no, con los nunca, con los miedos pasados”. Pero el lector sabe que eso no es cierto, que está mimetizando a otro poeta, que él siempre escribe como buen hijo de familia que ama a su novia “tanto como mi madre a mí”.
            Pero si la poesía no se hace con ideas, sino con palabras, como quería Mallarmé, Rodrigo Olay utiliza a menudo las mejores palabras y en el mejor orden (“Cose la lluvia / con momentáneos hilos / la tierra al cielo”). Y eso, tan poco frecuente, ya es digno de admiración.

Javier Salvago, cómo se hace y se deshace un poeta

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El purgatorio
Javier Salvago
Renacimiento. Sevilla, 2014.

Javier Salvago sorprendió en 1980 a los lectores de poesía con un libro, La destrucción o el humor, a contracorriente de la poesía hermética, culturalista, heredera de las vanguardias, que entonces, tras el reiterado descrédito del realismo y el compromiso, parecía la única posible. Recuperaba la métrica tradicional (el libro terminaba con una sextina) y el lenguaje de todos los días, no desdeñaba el confesionalismo, pero le añadía un toque irónico que evitaba la falacia patética.
            No era el primer libro de Salvago –antes había publicado Canciones del amor amargo, luego borrado de su bibliografía, aunque no enteramente desdeñable–, pero sí el primero en que encontraba una personalísima manera de hacer y de decir que continuaría, siempre igual a sí misma, pero cada vez más verdadera y desolada, hasta 1997 en que aparece una recopilación de su poesía completa a la que muy pocos textos, y por lo general prescindibles, ha añadido después. “No busco la variación, sino la hondura”, escribió. Y como explicación de su silencio: “La poesía también puede ser un método para curarse de la poesía”.
            El purgatorio, continuación de las Memorias de un antihéroe, nos habla de los años en que Salvago escribió sus poemas y de cuál fue la razón por la que dejó de escribirlos. Nos cuenta, con sinceridad a ratos desasosegante, cómo se hace y cómo se deshace un poeta.
            El volumen comienza de una manera impactante: “Había conseguido dejar de beber, pero no había aprendido a vivir sin el alcohol. Todo lo que había hecho hasta entonces, durante los diez últimos años de mi vida, lo había hecho con una copa en la mano, y ahora no sabía vivir de otra manera”. Tiene veintiocho años y se siente, como Papini, un hombre acabado.
            Pero, al igual que Dante extraviado en medio del camino de la vida, también Salvago encuentra su Virgilio, en este caso el poeta sevillano Fernando Ortiz, solo tres años mayor, pero buen conocedor de las tradiciones poéticas, especialmente de la que él mismo ha denominado “la estirpe de Bécquer”, y uno de los primeros cabecillas de la rebelión contra la estética novísima.
            Al admirador de la poesía de Salvago quizá le defraude un poco el capítulo inicial de su libro, “Volverlo a intentar”, dedicado precisamente a la trayectoria literaria. Apenas si nos habla de sus lecturas y prefiere detallar los premios y copiar algunos de los artículos elogiosos (o de las cartas privadas) que se le dedican. Incurre incluso en ingenuidades que nos hacen sonreír. No solo copia el telegrama que le mandó el ministro de Cultura tras recibir un premio, sino también la formularia carta del “Jefe de la Casa de S. M. el Rey” tras enviarle al monarca dedicado el volumen, y añade lo siguiente: “Pese a la amable misiva, jamás fui invitado, como lo fuera José Ramón Ripoll, ganador del Premio Rey Juan Carlos I en la edición anterior a la mía, a ninguna de la puntuales recepciones del rey en palacio, con motivo de su cumpleaños, a comunicadores, intelectuales y artistas, y la verdad es que lo agradecí. Ni me gustan ese tipo de actos donde la gente se disfraza ni entiendo, a estas alturas de la historia, ese antinatural maridaje entre monarquía y democracia”. Curiosa manera de decir exactamente lo contrario de lo que dice: que todavía no ha olvidado que no le invitaran a él y sí a otro poeta ganador del mismo premio.
            Tras Fernando Ortiz hay otro personaje fundamental en la vida de Javier Salvago. Se trata de Jesús Quintero, quien en 1984 le llamó para que participara como guionista en su programa “El loco de la colina”, y a cuyo lado estuvo, con intermitencias, durante más de treinta años.
            Las páginas más interesantes de El purgatorio no se dedican al mundo de la poesía, sino al de la comunicación. Además de con Quintero, Salvago trabajó con Iñaki Gabilondo y con Encarna Sánchez, además de hacer de negro para diversos famosos, como Isabel Pantoja. El personaje de “El loco de la colina”, que durante un tiempo fascinó a la más variada audiencia, es casi por entero una creación de Salvago. A él se deben las líricas divagaciones que lo hicieron, desde muy pronto, inconfundible: “Te ofrezco un sueño. No me preguntes si es peligroso. Cruza la frontera y no me preguntes si es prudente. No me preguntes si es correcto. Ven y no me preguntes dónde conduce ni para qué sirve. No me preguntes si es moral o inmoral. No me preguntes si es delito. No me preguntes si es pecado. No lo sé. Solo sé si es hermoso”.
            En la calderilla de sus guiones desperdició Salvago el oro de sus intuiciones poéticas: “Cuántos sentimientos y pensamientos que habrían sido materia de poemas los malgasté en estúpidas reflexiones. Cuántas experiencias tuve que machacar para sacar adelante el trabajo de un día. Era un mercenario que fusilaba las palabras sin tregua y sin descanso, y las palabras comenzaron a desconfiar de mí, a huirme o a no darse nada más que superficialmente, profesionalmente, como putas que se entregan un rato por dinero”.
            Quien escribe estas memorias ya no es el poeta admirado, sino el guionista maltratado por la vida y cansado de su oficio. Más que como una obra literaria, a ratos las leemos como un desahogo personal que nos hace sentir un tanto incómodos. El autor se nos presenta como un hombre sin voluntad, como un fatalista que acepta las cosas como vienen, siempre a merced de las decisiones de unos y de otros. La lúcida ironía de los poemas se encuentra ausente de estas desoladas memorias. También contradictorias: arremete contra la televisión basura, que encumbra personajes sin interés como Belén Esteban, y él le dedica páginas y páginas e incluso trascribe –sin venir a cuento– una entrevista con ella.
            Documento humano, y apenas obra literaria, es El purgatorio, un libro que tal vez interese más a quienes sienten curiosidad por los entresijos de los medios de comunicación de masas (o por las personalidades complejas y autodestructivas) que a los lectores de la poesía de Salvago, que nada gana –quizá todo lo contrario– con un mejor conocimiento del anecdotario vital de su autor.

            

José Ángel Valente: Sequedad, verdad, inteligencia

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Antología poética
José Ángel Valente
Alianza Editorial. Madrid, 2014.

El tiempo suele ser el más incorruptible y feroz de los crítico literario. Tras la muerte de un escritor, incluso del más célebre, e inmediatamente después de la habitual catarata de hiperbólicos elogios, acostumbra a echar paletadas de olvido. Luego solo unos pocos vuelven reducidos a lo esencial, olvidadas polémicas y vanaglorias.
            Leemos la antología de José Ángel Valente preparada por Tomás Sánchez Santiago y enseguida podemos comprobar que el tiempo le ha tratado bien, que la mayoría de sus poemas no les ha añadido ni una arruga.
            José Ángel Valente fue un personaje polémico que no hurtó el bulto en las habituales guerrillas literarias. Se inició como poeta a mediados de los cincuenta, dentro de la corriente realista y comprometida (en “La rosa necesaria” rechaza el solipsismo esteticista y pide una “palabra natural, / habitada y usada / como el aire del mundo”), pero sería uno de los primeros en rechazar las limitaciones de esa poética, su “formalismo temático”.
            Admiraba a sus maestros –Unamuno, Cernuda, los cultivadores de la que él llamó “la poesía de la meditación”– y le gustaba ser celebrado por sus discípulos, que fueron innumerables, y algunos de tanta inteligencia como Andrés Sánchez Robayna, pero, nuevo Juan Ramón, no admitía la competencia de ninguno de sus coetáneos. De ahí su reiterado rechazo a las agrupaciones generacionales y especialmente a aquella en la que solía incluírsele, la gemración del cincuenta. En alguna de sus últimas entrevistas arremetió ferozmente contra José Hierro, un poeta que obtuvo un gran predicamento con Cuaderno de Nueva York, como si temiera que pudiera hacerle sombra.
            Pero todo eso queda olvidado al releer ahora sus versos, que prescinden de cualquier alarde retórico, que no desdeñan la grisura para tratar de ir directos a lo esencial, a la realidad que se esconde tras las apariencias. Desde muy pronto, es la suya poesía que se vuelve sobre sí misma, que indaga en el origen de la palabra poética. Uno de los poemas más famosos de sus comienzos compara “el cántaro y el canto”; luego apelará al silencio preñado de sentido, anterior a la palabra.
            Algunos de los primeros admiradores de Valente le abandonarían cuando se fue distanciando de las poéticas realistas para indagar en otros ámbitos menos explorados y próximos a ciertas formas heterodoxas del misticismo. Pero no hay propiamente dos épocas en la poesía de Valente, como no hay un ángel de luz y otro de tinieblas en la de Luis de Góngora.
            En un libro como Mandorla, de 1982, nos encontramos, junto s los poemas eróticos –una de las líneas que atraviesan la poesía de Valente,– otros que dejan constancia, con desnuda palabra, de la realidad que le ha tocado vivir. “Días heroicos de 1980” glosa la lectura del periódico en una fecha indicada expresamente (“Domingo, diecisiete, / febrero. San Silvano”) para expresar su desengaño ante el fracaso de las utopías. También la lectura del periódico un día concreto da origen a “Elegía menor, 1980”, donde la noticia de un suicidio en el ginebrino río Arve le sirve para componer el más escueto y emotivo epitafio. Y en uno de sus últimos libros, Al dios del lugar, habla de la necesidad de escribir “después de Auschwitz / y después de Hiroshima” en un largo poema que podría incluirse en cualquier antología de la poesía social.
            A José Ángel Valente le preocuparon unos pocos temas y a ellos fue fiel a lo largo de su vida, lo mismo que a lo esencial de un estilo despojado que en uno de sus extremos se acerca a la poesía neopopular –Breve son, Cántigas de alén– y en el otro a ciertos textos herméticos –Tres lecciones de tinieblas– o a las elucubraciones de Lezama Lima, una de sus referencias intelectuales.
            Era también poeta muy dotado para la sátira y el humor inmisericorde, unas veces –como en Presentación y memorial para un monumento– contra aspectos generales del mundo contemporáneo y otras contra destinatarios concretos (un ejemplo son los poemas dedicados a Gabriel Celaya y José Hierro).
            Hubo desvíos, errabundias en la poesía de Valente (que a unos les podrían gustar más y a otros menos), pero no hubo decadencia ninguna. Su último libro, Fragmentos para un libro futuro, aparecido póstumamente, es el más extenso y el mejor de los suyos. Incluye precisas anotaciones paisajísticas –como “Cabo de Gata” o “Sobrevolando los Andes”– que trascienden la realidad concreta sin negarla: “El cabo entra en las aguas como el perfil de un muerto o de un durmiente con la cabellera anegada en el mar. El color no es color; es tan solo la luz, Y la luz sucedía a la luz en láminas de tenue transparencia”.
            Incluye un último homenaje a un poeta siempre presente, como ejemplo y lección en su obra, Luis Cernuda. Y una historia de fantasmas que es quizá uno de los más desolados poemas de amor que se hayan escrito nunca (“Si después de morir nos levantamos…”). Destacan igualmente, como no podía ser de otra manera, la constante presencia de la muerte, aceptada sin patetismos ni trascendentalismos: “Tal vez morir no sea más que esto, / volver suavemente, cuerpo,  / el perfil de tu rostro en los espejos / hacia el lado más puro de la sombra”.
            Valente, presencia constante en las polémicas de los años ochenta y noventa, es un poeta demasiado significativo y verdadero como para quedar en las manos de sus escoliastas y turiferarios o para ser reducido, con el paso del tiempo, a un nombre más en los manuales. Esta espléndida antología demuestra que, como él mismo dice de Cernuda, la “luz escueta” de su poesía “permanece para siempre”, mientras tantos otros “han desaparecido entre la sombras”.

            

Pedro Luis de Gálvez, la seducción de la mala vida

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Reivindicación de don Pedro Luis de Gálvez a través de sus úlceras, sables y sonetos
Francisco Rivas
Edición de Juan Bonilla
Zut Ediciones. Málaga, 2014.

No son pocos los escritores más famosos por su vida que por su obra literaria. Uno de ellos es Pedro Luis de Gálvez, el rey de los hampones, cuya truculenta peripecia biográfica fascinó a Pío Baroja, a Ramón Gómez de la Sernay a tantos de sus contemporáneos. Juan Manuel de Prada le volvió a poner de moda con uno de los relatos de El silencio del patinador y le convirtió en protagonista de su primera y más famosa novela, Las máscaras del héroe.
            Francisco Rivas, Quico Rivas, “polifacético agente cultural” (así se le define en la solapa de este su libro póstumo), uno de los protagonistas de la movida madrileña, también se sintió seducido por Gálvez. En 1996 reunió en Negro y azul sus poesías casi completas y en el prólogo a ese volumen daba por publicado Reivindicación de don Luis de Gálvez a través de sus úlceras, sables y sonetos, una obra que, sin embargo, solo ahora, tres lustros después, ve la luz.
            Hubo anteriormente varios intentos de edición, pero en el último momento el autor decidió siempre echarse atrás, considerando que su investigación no estaba acabada. Luego, en un incendio, desapareció el original y Francisco Rivas se desentendió del asunto. Juan Bonilla, ya fallecido el autor, en 2008, encontró una copia, que es la que ahora se publica.
            El largo y llamativo título del volumen, además de llamativo, resulta engañoso. No todo él se dedica a reivindicar la figura Gálvez. En muchas páginas ni aparece, sustituido por otros integrantes de la bohemia finisecular. De hecho, el capítulo más apasionante del libro, el que se lee como si formara parte de una novela policial, es el que refiere el asesinato de Luis Antón del Olmet a cargo de su amigo y colaborador Alfonso Vidal y Planas. La historia, que conmocionó al Madrid de los años veinte, es bien conocida, pero Francisco Rivas acierta a despertar nuestro interés como si la leyéramos por primera vez.
            El género, o subgénero, al que este libro pertenece tiene un nombre quest, búsqueda, y una de sus características es que el investigador adquiere a veces tanto protagonismo como el personaje investigado. Francisco Rivas comienza su obra en clave autobiográfica: “Las del 92 fueron las peores navidades de mi vida. Unas auténticas navidades negras, es decir, sin blanca. Incluso me cortaron el teléfono, algo que no ocurría desde tiempos inmemoriales. Mi novia se había marchado a pasar las fiestas con su familia y yo me encontraba tan aliquebrado de salud y de moral que no tuve ánimos para cumplir con la mía”.
            Pero pronto el libro va por otros caminos, centrándose en la vida y obra de Gálvez y en los otros escritores marginales de su tiempo. Rivas no actúa con entera imparcialidad, se siente identificado con los perdedores y se comporta más como un abogado defensor que como un riguroso investigador.
            Pretende desmentir rumores, pero acaba sucumbiendo a ellos. Gálvez, desde muy pronto, fue menos un escritor real que el protagonista de truculentas anécdotas (la más famosa, la del hijo que nació muerto y cuyo cadáver paseaba por los cafés en una caja de zapatos pidiendo dinero para enterrarlo), y su biógrafo, que al principio trata de separar la verdad de la leyenda, en seguida se dedica a citar ampliamente, sin cuestionarlo, no solo todo lo que se contaba sobre Gálvez, sino las novelas directa o indirectamente inspiradas en él.
            Uno de esos “rumores muy extendidos”, a los que Rivas da crédito, hace a Gálvez autor de alguna de las obras de Enrique Larreta y Ricardo León. El primero habría comprado a Gálvez el original de La gloria de don Ramiro, su obra más conocida, por 500 pesetas. Las razones de Rivas para dar por cierto tal hecho carecen de la más mínima fuerza probatoria: “A favor de esta hipótesis hay sobrados argumentos. Ese tipo de chanchullos, por así decirlos, estaba mucho más extendido en la época de lo que el común de los lectores puede imaginar. A Pedro Luis de Gálvez colocar un libro a un escritor serio en estos momentos le resultaba bastante difícil. Venderlo, aún más. Cobrar un adelanto a cuenta, con su fama, ni en sueños. Y por cien duros era capaz de vender a su madre”. No sé si a su madre, pero parece que a su mujer si hay pruebas de que la vendió alguna vez. Pero una novela es algo distinto; primero hay que escribirla, y una obra de estilo tan elaborado y arcaizante como La gloria de don Ramiro no se escribe precisamente en cuatro días.
            Al otro escritor para el que supuestamente hizo de negro Pedro Luis de Gálvez nos lo presenta Rivas con el siguiente párrafo: “Ricardo León fue novio y amante de Concha Espina, en todo muy superior a él, y la dejó por una jovencita sin más mérito que un buen par de domingas. Entre la Academia, las amantes, la política –se presentó candidato a diputado en 1914– y la intensa vida social a don Ricardo León no le quedaba mucho tiempo para la literatura”.
            Como amena, y a ratos disparatada, miscelánea, más que como serio trabajo de investigación, debe leerse este volumen, aunque no dejen de encontrarse en él textos y datos poco conocidos, como las colaboraciones de Gálvez en el diario valenciano El Pueblo los años finales de la guerra.
            Explica ello que el editor, Juan Bonilla, no se tome la molestia de precisar la procedencia de algunas citas o de enmendar errores evidentes, como señalar que, en mayo de 1930, nos encontrábamos en plena dictadura de Primo de Rivera (destituido unos meses antes).
            Pedro Luis de Gálvez, detenido en Valencia en abril de 1939, fue juzgado en Consejo de Guerra, condenado a muerte y fusilado un año después. Rivas afirma que “no era en absoluto culpable de ninguno de los innumerables crímenes que se le atribuyeron”, como él va a demostrar. No lo consigue. Lo cierto –y hay irrefutables testimonios de ello– es que Gálvez fue uno de los protagonistas de los meses de terror que siguieron en Madrid a la sublevación militar del 18 de julio. Detuvo, encarceló, presumió de haber eliminado a cientos de facciosos. Cierto que también salvó a algunos de sus antiguos favorecedores (como el futbolista Ricardo Zamora), pero no hay muchas dudas de que aprovechó aquellos turbios días para saciar su resentimiento.
            ¿Era un gran escritor Pedro Luis de Gálvez? Era un poeta que desperdició su talento en docenas y docenas de poemas de circunstancias, especialmente sonetos, para los que tenía una gran facilidad (el soneto, una vez que se domina la técnica, tiene mucho de mecánico artificio: quien hace un soneto hace un ciento). Era también un pícaro sin escrúpulos, un hampón que pareció redimirse cuando conoció a Teresa Espíldora, madre de sus hijos (a ella le dedica alguno de sus más hermosos poemas), pero del que los enloquecidos primeros meses de la guerra civil sacaron, como de tantos otros, lo peor que llevaba dentro.
            Si no un gran escritor, aunque poeta notable, Pedro Luis de Gálvez fue un inagotable personaje literario. Este libro lo confirma. No es el primero sobre su figura, tampoco, sin duda, será el último.

Caballero Bonald o la rentable disidencia

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Memorial de disidencias
Vida y obra de José Manuel Caballero Bonald
Julio Neira
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2014

  
José Manuel Caballero Bonald es autor de dos espléndidos libros de memorias, Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001). En ellos no se atiene al dato exacto, confirmado documentalmente, sino a sus recuerdos, y a veces da la impresión de que los trata como si fueran materia de ficción. Por eso, al reeditarlos conjuntamente, los denomina La novela de la memoria (2010). El ambiente de la época está, sin embargo, admirablemente recreado. La verdad tiene muchas caras y la que esos literarios volúmenes nos presentan no es la menos verdadera.
            Termina La novela de la memoria con la muerte de Franco; después, le parecía al autor que ya no había nada que contar. Y es posible que tuviera razón si hemos de juzgar por Memorial de disidencias, la minuciosa biografía que Julio Neira le ha dedicado. De sus seiscientas páginas, más o menos las trescientas últimas, las que se dedican a los años de la democracia, carecen por completo de interés. Se limitan a un paciente recuento de la actividad externa de Caballero Bonald: los jurados en los que ha participado (incontables), las conferencias que ha impartido, los congresos a los que ha sido invitado, los libros que ha publicado (con citas de fragmentos elogiosos de las reseñas correspondientes), los premios que ha recibido hasta culminar en el Cervantes de 2012. Incluso se dedica a desmentir –como si eso tuviera algún interés– algunas informaciones periodísticas que señalaban que el autor estuvo en tal acto cuando en realidad, finalmente no pudo asistir.
            Pero las trescientas páginas primeras justifican de sobra el volumen. Caballero Bonald es todo un personaje y su vida está llena de peripecias de interés para muy diversos públicos. De algunas de ellas se ocupó incluso la prensa del corazón. Es el caso de su relación sentimental con Rosario Conde, la primera mujer de Cela, parece que conocida y consentida por el novelista, mientras era secretario de la revista Papeles de Son Armadans.
            Camilo José Cela fue el primer mentor del joven y ambicioso Caballero Bonald. De él aprendió las buenas y las malas mañas necesarias para abrirse camino en el Madrid del franquismo. Y no cabe duda de que Caballero Bonald fue un aventajado discípulo, no solo en lo literario, sino también en un determinado comportamiento propicio a la bronca y al escándalo.
            Las anécdotas etílicas y prostibularias de Caballero Bonald, que en su prosa tienen cierta gracia, resumidas por Neira en la suya profesoral dan un poco de vergüenza ajena.
            Todo lo contrario ocurre con todo lo que tiene que ver con sus inicios en la vida literaria y su participación en la “operación realismo” que sería uno de los orígenes de la llamada generación del cincuenta. Julio Neira, con buena documentación, desmonta las trampas de la memoria y nos muestra a un Caballero Bonald activo defensor de una estética, el realismo, de la que abjuraría tiempo después. “A mí toda la poesía que se entiende me parece periodismo” llegaría a afirmar.
            Documenta también su activa defensa de la revolución cubana, su mitificada estancia en Colombia, su progresiva implicación en las actividades antifranquistas. En la biografía de Caballero Bonald, como en cualquier otra, se entremezcla lo personal y lo generacional. Su peripecia vital ayuda a entender una etapa de la historia de España.
            Se trata de un escritor que ha de malvivir con mil y un oficios, e incluso hacer de negro para otros escritores, antes de poder vivir de la literatura. Tiene algo de novela picaresca la biografía de Caballero Bonald, como lo tiene la de su amigo, y coprotagonista de muchas de estas páginas, Fernando Quiñones.
            Jurado en múltiples premios literarios (casi siempre otorgados a buenos amigos), Caballero Bonald, según afirma su biógrafo, “no tendría ningún empacho en reconocer que los premios comerciales estaban dados de antemano” y que eso mismo ocurrió con los que recibieron sus novelas.
            Los apaños y los amaños de la vida literaria, reconocidos por el autor y el biógrafo, no le impiden a este encomiarle como ejemplo de escritor disidente y enfrentado al poder. Memorial de disidencias titula precisamente su biografía y Manual de infractores Caballero Bonald uno de sus últimos libros, muy aclamado por la crítica, tanto por sus valores estéticos como por su presunta valentía moral.
            Las palabras finales de la biografía no dejan lugar a dudas: “En tiempos como el actual, en que los poderosos pretenden cambiar el paradigma de valores en la sociedad occidental, mientras la mayoría de los intelectuales callan y eluden cualquier discrepancia, mantiene toda su vigencia una voz como la suya, que clama en legítima defensa contra los paladines del pensamiento único y su atropellos”.
            Nunca estar contra el poder fue tan rentable como en el caso de Caballero Bonald: Hijo Predilecto de Cádiz y de Jerez, con una Fundación, financiada íntegramente con dinero público, dedicada a difundir su figura, ganador de todos los premios institucionales, viajero, desde hace décadas,  a los más diversos lugares a cargo también de los presupuestos…
            Cierto que le faltó ser nombrado Académico de la Lengua. Era candidato único, al contrario que la otra vez que fue presentado, todo estaba atado y bien atado, pero algún amigo ausente se confió demasiado en la victoria cantada y no envió su voto por correo (parece que fue el caso de Ángel González), con lo que, al final, le faltó un voto para resultar electo. Armas Marcelo dijo que no le habían elegido “por libertino y rojo” y él presumió de ello.
            Pero ser “libertino y rojo”, maestro de disidentes y guía de infractores, no le ha impedido conseguir todos los reconocimientos posibles por parte de los poderes públicos, sean de izquierdas o de derechas.  
            Semejante discrepancia, tan llamativa, no la ha visto Julio Neira, o no la ha querido ver dado su papel de “biógrafo autorizado”. En nada desmerece el valor literario de Caballero Bonald, un escritor dueño de una impronta estilística reconocible hasta en la página más ocasional.

Lecturas buenas y malas

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A PROPÓSITO DE
LECTURAS BUENAS Y MALAS
UN CUESTIONARIO DE
ALFREDO VALENZUELA


1--Por favor, algunos ejemplos de libros “injustamente recordados”.

Los últimos libros en verso castellano de Pere Gimferrer, las últimas novelas de Dona León, casi todos los premios Planeta, buena parte de las publicaciones académicas sobre literatura contemporánea... Si no hubiera libros "injustamente recordados", ninguna historia de la literatura pasaría de un centenar de páginas, a los suplementos culturales de los periódicos les sobrarían la mitad de las páginas y la mayoría de los premios literarios quedarían desiertos un año sí y otro también.

2--¿Los “disparates académicos” son más divertidos, precisamente, por venir de donde vienen?

Claro. No es lo mismo que un periodista hable de la "poesía de la experiencia" o de la "poesía del silencio" sin saber muy bien de qué habla a que una hispanista dedique su tesis doctoral a la poesía contemporánea sin leer a los poetas que estudia, limitándose a resumir las reseñas que se han escrito sobre ellos, las polémicas en que han participado y los prólogos a las antologías que los incluyen. Y no cito nombres, pero podría.

3--“Los malos poetas son los mejores humoristas involuntarios”. ¿Ejemplos?

Hombre, mi memoria es selectiva. Los leo, me río y van directamente al cubo del reciclaje. También los buenos poetas hacen a veces el ridículo, y esa es una antología que sí me gustaría hacer. Ya la intentó Gerardo Diego. Quien, por cierto, es el autor de unos versos que podrían ir en esa tontología: "Cuando yo era niño, me traía el mar / las cadencias de don / Emilio Castelar. / Hoy me deleita, raro sireno, / don José María Pemán, / el bueno". Estos versos los leí yo, a mis trece o catorce años, en una reseña de un libro suyo publicada en el ABC y desde entonces se me quedaron en la memoria; está visto que ya iba yo para crítico literario. Tampoco está nada mal el comienzo de un soneto de cierto poeta andaluz cuyo nombre callo (ha ganado infinitos premios): "Se enciende el chirimbolo. Lavadora. / Y dan vueltas las cosas de la casa / y pasa y pasa y pasa / aproximadamente media hora".

4--¿El exceso de elogios ha generado una especie de inflación literaria?

No todos los elogios valen lo mismo. Unos son como la moneda alemana de la época de Weimar: papel mojado; otros valen su peso en oro.

5--¿No desmiente Vargas Llosa su aserto de que “un perfecto caballero nunca podrá ser un gran escritor”?

Aquí viene muy bien recordar aquello de que las excepciones confirman la regla.

6--¿El valor de un crítico se mide por la cantidad o por la calidad de sus enemigos?

¿Valor como valentía o como calidad? Un crítico es valiente cuando dice lo tiene que decir y no lo que conviene a la publicidad editorial o a su propia promoción como escritor. Pero la sinceridad, por si sola, vale bien poco en la crítica literaria. Hace falta además saber de qué se habla, tener criterio, saber escribir (no es una obviedad: quienes tienen dificultades con la sintaxis y con la sindéresis sienten una rara predilección por la poesía o por la crítica).

7--¿No ha conocido a profesores de literatura que disfruten leyendo?

Por supuesto. Suelen ser muy jóvenes y no resulta nada grave: se les pasa con la edad.

8--¿Tiene muchos alumnos que disfruten leyendo?

En el primer curso de la Universidad, bastantes; luego cada vez menos.

9--¿No le gustan las “etiquetas de fácil uso didáctico”?

No me gustan quienes las utilizan para evitarse el trabajo de estudiar la realidad a la que se refieren.

10--¿En quién pensaba cuando escribió que “nadie verdaderamente inteligente se dedica a la crítica”?

En mí, por supuesto. Si yo fuera la mitad, de inteligente de lo que me creo, me dedicaría a otras actividades más provechosas. Pero seguro que me divertiría menos.

11--¿La amistad es un defecto?

Digamos que es un incordio cuando se trata de juzgar imparcialmente una obra. Pero yo pertenezco a esa incómoda especie de los que son más amigos de la verdad que de Platón.

12--Morelli hablaba del “carácter hiriente” de Huidobro ¿tiene usted ese tipo de carácter?

¿Tiene un cirujano un carácter hiriente? Si es así, yo también lo tengo. Huidobro, además de gran poeta, era también un megalómano un tanto infantiloide; quería ser el primero en todo, no soportaba que nadie le hiciera sombra. Yo lo soporto bastante bien; sé cuál es mi sitio.

13--¿Reúne en libros todos sus escritos, o casi todos?

Publico todo lo que escribo porque la mejor musa, como decía Umbral, es el encargo. No entiendo eso de escribir para uno mísmo; me parece tan absurdo como hablar solo. Y buena parte de lo que escribo aparece antes, en todo o en parte, en publicaciones periódicas. Hay quienes utilizan ese hecho para desvalorizarlo. Confunden continente con contenido. Lo que se entiende por "periodismo" (escritos sin voluntad de permanencia ligados a la actualidad) se puede publicar tanto en libro como en la prensa periódica. Y la literatura, desde el siglo XVIII, sea o no de ficción, se ha publicado antes en las revistas que en el libro, como la poesía del siglo de Oro se divulgaba en manuscritos antes de reunirse en un volumen.

14--¿Quedan escritores como Gabriela Mistral cuya obra literaria más interesante sean ellos mismos?

Ahí está el caso paradigmático de Leopoldo María Panero. No es el único. Juan Gelman, sin su dolorosa peripecia humana, se queda en poco. Cuando pasa el tiempo, de la mayor parte de los escritores, sobre todo de los escritores menores, resulta más interesante su vida que su obra. Por eso las autobiografía envejecen mejor que las novelas y las cartas escritas a vuela pluma mejor que la mayoría de los sonetos.

15--Su editor afirma que usted dice incluso “lo que nadie debería decir” ¿Se arrepiente de algo dicho en alguna de sus reseñas?

Esa frase del editor tiene un simple fin publicitario. Yo jamás he dicho lo que no se debería decir, soy muy mirado en eso. Alguna vez sí he dicho lo que nadie se atrevía a escribir, aunque muchos lo pensaran y lo comentaran en privado. Algo tengo del niño ingenuo del cuento de Andersen que señala con el dedo al rey, o a un afamado catedrático de Ética, y afirma que está desnudo.

Hablar por hablar

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Los grandes hombres solo son grandes porque otros somos pequeños.

Alguien debería decirle a Dios que no existe.

Sin literatura el mundo sería ilegible.

Se acaba el tiempo, empieza la eternidad.

Hay cosas ocultas que no son ningún secreto.

Amar a la humanidad es una buena excusa para no tener que amar a nadie.

Hablo a solas, pero no me escucho.

¿Resucitar? No, gracias. Con una vida ya he tenido bastante.

Hay quien usa su talento sin ningún talento.

Qué humano es ser inhumano.

Algún día dejaré de soñar que estoy despierto.

Hay verdades tan seductoras que parecen mentiras. Y a menudo lo son.

A veces, como no encontramos a una mujer, tenemos que conformarnos con dos o tres.

La comedia es una tragedia a la que le falta el último acto.

Era tan inteligente que logró que nadie se enterara.

Se mire como se mire, el triunfo es siempre una vulgaridad.

Hay personas que molestan menos como enemigos que como amigos.

No hacer nada requiere mucha fuerza de voluntad.

Si eres feliz, procura que nadie se entere.

La realidad no existe, pero aún no se ha enterado.

Al despertar creamos el mundo.

Un hombre completamente normal sería anormal.

Un hombre feliz es que a los noventa años se mira al espejo y se sigue gustando.

Un genio desconocido de todos, incluso de sí mismo, ¿es un genio?

Un hombre elegante lo sigue siendo incluso cuando está desnudo.

Morir está al alcance de cualquiera.

El valor está sobrevalorado.

Tiene buena memoria quien recuerda solo lo que quiere recordar.

Nunca te rías de los demás sin fingir que te ríes de ti mismo.

Se puede ser inteligente y buena persona.

¡Cuidado con los tontos! Pueden ser muy listos.

¿Quieres a quien no te quiere? ¡Eso sales ganando!

El silencio ofende. Mejor hablar para no decir nada.

Hay quien dice que solo hay que tener miedo al miedo; yo es a lo único que no le tengo miedo.

Cuánto mal nos hacen buscando nuestro bien.

Qué aburrido sería un mundo sin fronteras.

Solo hago favores si me garantizan que no se va a enterar el favorecido.

Hay cosas totalmente distintas que son completamente iguales. Un hombre y una mujer, por ejemplo. O un hombre y otro hombre.

Cuando tengas algo que decir, piénsalo dos veces antes de decir nada. Cuando no tengas nada que decir, habla sin problemas.

Lo mejor de la música son los silencios.

En las páginas en blanco nunca hay erratas.

Una historia de las falsificaciones literarias españolas

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El crimen de la escritura. Una historia de las falsificaciones literarias españolas
Joaquín Álvarez Barrientos
Abada Editores. Madrid, 2014.

Puede parecer paradójico que un estudioso de la literatura no sea un buen lector de literatura, pero resulta más frecuente de lo que se cree. El caso más reciente es el de Joaquín Álvarez Barrientos, un conocido especialista en la literatura del siglo XVIII, que dedica más de cuatrocientas páginas a ofrecernos una historia de las falsificaciones literarias españolas y no tiene ni medianamente claro en qué consiste el concepto de falsificación. Explícitamente declara que “no son las mismas categorías, aunque a veces se solapen, el plagio, la contrahechura, el fraude, la falsificación, el apócrifo, el pastiche, lo espurio, ni tampoco heterónimo ni seudónimo, a pesar de que, con frecuencia, se empleen casi de modo intercambiable unos y otros términos”. Pero luego resulta que él confunde una y otra vez esos términos a lo largo de su libro.
            Se defina como se defina el concepto de falsificación, el machadiano Juan de Mairena, que no en balde lleva el subtítulo de “sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo”, no es una falsificación. Tampoco lo son las Rubaiyatas de Horacio Martín que Félix Grande publica en un libro así titulado. Tampoco el Quijote de Avellaneda es una falsificación como no lo es la novela de Trapiello titulada Al morir don Quijote; solo lo serían si se publicaran bajo la firma de Miguel de Cervantes. No parece que sea necesario repetir esas obviedades, pero Joaquín Álvarez Barrientos, que pertenece al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, las ignora. Para él pertenecen igualmente al género de las falsificaciones literarias las historias que nos cuenta Papini en Gog o en El libro negro (el encuentro del protagonista con Freud el descubrimiento de un inédito de Unamuno) que el que Iglesias Figueroa haga pasar como de Bécquer dos rimas que ha escrito él (durante medio siglo se incluyeron en las Rimas).
            La falsificación implica engaño. Se han publicado docenas y docenas de entrevistas imaginarias, en libro y en periódico, pero si se declaran como tales no son falsificaciones. Sí lo es, en cambio, la que un presunto Andrés Gilabert publica en el homenaje de Cuadernos del Norte (junio-julio 1980) a Ramón Pérez de Ayala. Su autor es Álvaro Ruiz de la Peña, su presunto descubridor, que la hace preceder de una breve nota.
            No hay que confundir falsificación con juego literario, pastiche, parodia o ficción que incluya datos más o menos reales. El nombre de la rosa, de Umberto Eco, no es una falsificación, aunque el autor, como en tantas novelas, se nos presente como simple editor o traductor.
            La mentira de la literatura aparece siempre en los paratextos, no en el texto. Puede mentir la cubierta del libro, la solapa, el prólogo cuando es de un autor real distinto del que figura en la portada, no miente el poema ni la novela, aunque a veces finjan que no son poema ni novela.
            No resulta, por supuesto, enteramente desdeñable este volumen de Álvarez Barrientos, que aprovecha muchas de sus anteriores investigaciones. Pero no responde, ni de lejos, a lo que anuncia el subtítulo “Una historia de las falsificaciones literarias españolas” (el título El crimen de la escritura no se sabe muy bien a qué viene).
            Las páginas dedicadas a la “locura cervantina”, a las numerosas falsificaciones en torno a Cervantes que surgieron en el siglo XIX, son especialmente aprovechables. Y un mérito del volumen es subrayar que tan importante como el fragmento de la novela de Petronio falsificado por Marchena son las notas que lo acompañan, que merecían ser reeditadas. También resultan muy útiles sus consideraciones acerca de la novela Curial e Güelfa, un clásico de la literatura catalana recientemente puesto en cuestión por Rosa Navarro Durán, pero de cuya autenticidad hay dudas desde antiguo. Es un caso excepcional en las falsificaciones literarias, una obra maestra de la mixtificación, porque se conserva el extenso manuscrito de la novela con letra, papel y hasta parece que tinta del siglo XV, un manuscrito que apareció misteriosamente en la Biblioteca Nacionalsin que nadie sepa como llegó hasta allí (aunque se sospecha: el presunto falsificador, Milá y Fontanals se lo pasó a su amigo Agustín Durán, entonces director de la Biblioteca Nacional).     
            Menos fiable resulta Álvarez Barrientos cuando se ocupa de literatura contemporánea. En algún caso da la impresión de que no ha leído, solo hojeado, aquella obra de la que habla. Es lo que ocurre con las Notas inéditas al Cancionero inédito de A. S. Navarro (que, por supuesto, no es ninguna falsificación) de Emilio Alarcos Llorach (en la página 323 lo llama Rafael). En su opinión se trata de “un relato de los amores de A. S. Navarro”, acompañados de una serie de prosas donde Alarcos se decida a “lucubrar con pobreza interpretativa sobre esos amores” y a “hacer la crítica de la poesía contemporánea”. No indica, no parece haberse enterado, que se trata de una obra de juventud editada póstumamente. Para él “todo el conjunto pudo haber sido construido a la vez y las fechas ser ficticias. A menudo se tiene la impresión de que son el hilo conductor del relato, de la novela, y que los versos ilustran idea, conceptos o reflexiones en ellas expuestas”. ¿Las fechas son el hilo conductor de la novela y los versos ilustran ideas o conceptos expuestos en las fechas? No sabemos qué habrá querido decir Álvarez Barrientos, pero eso es lo que dice. Y no es el único disparate que expresa en las pocas líneas que dedica al libro póstumo de Alarcos, para él un cancionero amoroso vinculado “con Garcilaso, con Bécquer, con Petrarca”.
            No más acertadas son las páginas dedicadas a El sindicato del crimen, de 1994, una antología en la que contrastan el divertido prólogo, parodia de los ataques que entonces se hacían a la llamada “poesía de la experiencia”, y los burlones paratextos, con el medio centenar de poemas que vienen a continuación, que no tienen ninguna intención paródica y que son verdaderos poemas de verdaderos poetas, algunos de ellos (como Antoni Mari o Francesc Parcerisas) de lengua catalana y uno, Ramiro Fonte, de lengua gallega. El libro, que apenas tuvo difusión y escasas reseñas, no supuso “ningún golpe de fuerza en el campo literario del momento”, como afirma, de oídas, Álvarez Barrientos. Una broma (que en el caso anterior los poetas pagaron a escote y por eso no entramos la participación de otros invitados, como Víctor Botas) no es una falsificación; no pretende engañar, aunque en un primer momento engañe a algún lector distraído o a algún despistado hispanista.
            Una falsificación es lo que hizo José García Nieto presentado a un concurso del que él formaba parte del jurado un libro propio firmado por una joven poeta, Juana García Noreña, y ganando ese premio, el Adonais, y no renunciando a él. Álvarez Barrientos menciona este caso, pero no lo estudia. Prefiere ocuparse de otros que nada tienen de falsificación.

            


Eugénio de Andrade y el misterio de la poesía

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Les manes enceses. Antoloxía (1948-2001)
Eugénio de Andrade
Selección, traducción y prólogu d’Antón García
Saltadera. Oviedo, 2014.

Después de Fernando Pessoa, que no admite parangón, Eugénio de Andrade es quizá el poeta portugués más influyente en la poesía española. Al contrario que el creador de los heterónimos, que mostró escaso interés por nuestra literatura, Andrade se ha sentido desde la adolescencia interesado por ella, como ha declarado en más de una ocasión: “España me abrió las puertas para siempre, cuando un amigo de Lorca, el bailarín Pepe Montes, llegó a Lisboa y mis dieciséis o diecisiete años oyeron por primera vez los versos embrujados del Romance Sonámbulo; nunca hasta entonces la poesía se me había aparecido vestida de luces”. La influencia de Lorca resulta muy patente en sus dos primeros libros, Adolescente (1942) y Pureza (1945), muy pronto eliminados de su bibliografía. En la reescritura de esos libros que con el título de Primeiros poemas publica en 1977 ya la lección de Lorca, bien asimilada, se ha vuelto invisible.
            En los años ochenta, Eugénio de Andrade es uno de los más reconocidos maestros de la joven poesía española, no solo de la escrita en castellano, sino también en catalán o en asturiano. Incluso podría decirse que sin el ejemplo de Andrade no habría sido posible la nueva poesía asturiana, la que convirtió al tradicional bable, que parecía solo apto para el costumbrismo y la comicidad, en una lengua de cultura. El principal impulsor de la relación de Andrade con Asturias fue Antón García, quien en 1985 publicó la primera traducción al asturiano de uno de Memoria d’outru ríu, y ahora, treinta años después, nos ofrece una amplia antología de toda su obra.
            Eugénio de Andrade, nacido en 1923, pasó la mayor parte de su vida en Oporto, la ciudad de Garret, como él la llama en el título de uno de sus libros, pero hasta los veinte años vivió en Lisboa y en esa ciudad lo sitúa el prólogo de Antón García, evocación de un encuentro con motivo de la presentación, en 1988, de otros de sus libros traducidos al asturiano, Contra la escuridá.
            Descartadas las dos entregas iniciales, la obra de Eugénio de Andrade se inicia con Las manos y los frutos, de 1948; su último libro es Los surcos de la sed, de 2001. Alo largo de más de medio siglo se ha mantenido fiel a sí mismo, insistiendo en unas pocas obsesiones, pero evitando el riesgo de la reiteración y de la monotonía.
            Difícil resulta señalar el secreto de esta poesía, que parece hecha de nada, tan cercana a la música, tan ligada a la lengua portuguesa y paradójicamente  capaz de resistir, sin perder su encanto, el traslado a cualquier otra lengua.
            El deslumbramiento inicial lo produjo Lorca y también un poeta portugués, hoy bastante olvidado, António Botto, a quien conoció personalmente y que fue su primer mentor. Pero los verdaderos maestros de Andrade fueron otros: los cancioneros galaico-portugueses, la poesía griega (especialmente Safo y los epigramas de la Antología palatina), la brevedad del haiku. “La mejor poesía ha sentido siempre la tentación del silencio”, escribió alguna vez.
            Un poema de ese grácil cancionero amoroso titulado Las manos y los frutos, “A uma cerejeira en flor”  (“Despertar, ser en la mañana de abril, / la blancura de este cerezo; arder de las hojas hasta la raíz, / dar versos o florecer de esta manera. / Abrir los brazos, acoger en las ramas / el viento, la luz, lo que quiera que sea, / sentir el tiempo, fibra a fibra, / tejer el corazón de una cereza”) podría estar en el último libro, Los surcos de la sed, lo mismo que otros de este, como “Rilkeana”,  no desentonarían en el primero: “De ti y de esta nube; de esta nube / blanca como vuelo de pájaro / en mañana de abril; de ti / y de la íntima llama de un fuego / que no admite extinción; / de ti y de mí hacer un solo acorde, / un acorde solo; para no perderte”.
            La inmediata sintonía de los poetas asturianos de los ochenta con Eugénio de Andrade se debe, en buena parte, a su gusto por lo esencial, por el mundo natural; de él aprendieron que el ruralismo no resulta incompatible con la modernidad. O outro nome da terra tituló Andrade un libro de 1988 y Xuan Bello, como explícito homenaje, Los nomes de la terra otro suyo aparecido poco después. La poesía de Xuan Bello, de Pablo Antón Marín Estrada, de Berta Piñán, de tantos otros, no habría sido posible sin el magisterio de Andrade.
            La comparación de las actuales versiones de Memoria de otro río –un libro de poemas en prosa–  con las anteriores ejemplifica bien el esfuerzo llevado a cabo en estos treinta años para convertir el asturiano en una lengua literaria adulta. La versión de 1985 estaba escrita en la variante occidental del asturiano. El poema “Com a manha” decía así: “Vien de la parte el ríu, las manos fresquísimas, dellas gotas d’augua inda nu pelu. Cona mañana chega l’anónimo respirar del mundu. Un cheiru a pan frescu invade el patiu todu. Vien de la parte el ríu: pa llevar a la boca ou al poema”. Ahora el título, que antes era “Cona mañana”, cambia a “Cola mañana” y el resto suena de este modo: “”Vien de la parte’l ríu, les manes fresquísimes, delles gotes d’agua inda en pelo. Cola mañana llega l’anónimu respirar del mundu. Un arrecendor a pan fresco invade’l patio todu. Vien de la parte’l riú: pa llevar a la boca o al poema”.
            La poesía se hace con palabras, pero si es verdadera poesía está más allá de las palabras, sigue siendo poesía en una lengua o en otra, en una o en otra variante de una misma lengua. Esta espléndida antología bilingüe –que ningún admirador de Andrade debería perderse– lo demuestra cumplidamente.

Leopoldo María Panero, prosa y paradoja

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Prosas encontradas
Leopoldo María Panero
Edición de Fernando Antón
Visor Libros. Madrid, 2014.
  
Leopoldo María Panero es una figura paradójica por varias razones. Para muchos lectores, y para no escasos estudiosos, constituye el paradigma del poeta de nuestro tiempo; radical, rupturista, al margen del sistema. Túa Blesa, profesor de la Universidad de Zaragoza, destacado teórico de la literatura, le denomina “el último poeta” en el subtítulo del libro que le dedica.
            Pero esta figura marginal, “el último poeta” (signifique lo que signifique esa afirmación), ha ocupado, desde sus inicios, un lugar no precisamente marginal en la escena literaria española. La edición que Fernando Antón ha preparado de sus artículos periodísticos nos informa que se publicaron en los principales medios: primero, durante los últimos años del franquismo, en el diario Pueblo; luego en El País y en revistas como Triunfo, Cuadernos para el diálogo o Ajoblanco. Leopoldo María Panero ha sido el único escritor español que contó, durante largos años, con sección fija en el monárquico Abc, representante de la tradicional derecha española y españolista, y en el diario Egin, portavoz, mientras la legalidad lo permitía, de la izquierda abertzale.
            Fernando Antón propone acercarse a esta prosa dispersa en los más diversos e influyentes medios no como antesala de su poesía “sino como una estimulante experiencia intelectual”. No parece que haya sido muy leída de esa manera, ni quizá de ninguna otra manera. Explica ello que, según afirma el recopilador, varios de los artículos que aparecieron en Abc se publicaron repetidos sin que lo advirtieran ni la dirección del diario ni ninguno de los lectores. “Un ejemplo más de la picardía del autor para conseguir dinero”, comenta el recopilador.
            Rara vez se tomó en serio nada de lo que decía Leopoldo María Panero, en seguida convertido en una especie de bufón o fenómeno mediático, en un personaje del que importaba más la apariencia y el gesto que el contenido intelectual de sus palabras, si es que tenían alguno. Por eso podía proclamar su “odio a España” en un manifiesto “anti español” leído en París y ser luego llamado a colaborar regularmente en el diario monárquico.
            Solo una vez se le tomó en serio y fue cuando publicó una antología de sus contemporáneos en Poesía, la revista más prestigiosa y lujosa del momento, dirigida por Gonzalo Armero y publicada por el Ministerio de Cultura. Ahí aprendió Panero, tan aficionado a transgredir los límites, que con la vanidad de los poetas no se juega. “Última poesía no española”, que tal es el título de su selección poética, desde las primeras líneas mostraba su carácter de boutade o de broma, si bien involuntaria. Decía cosas como que Dámaso Alonso “se creyó en la obligación de traducir Góngora al español”, que a Aleixandre “su edición francesa lo ha descubierto como lo que es, poeta menor para una antología” o que Féliz de Azúa “es un poeta muy guapo y muy creído”. Los lectores de Poesía se rieron con las cosas de Panero, que por una vez olvidaba el psicoanálisis, la antipsiquiatría y la escatología, pero Guillermo Carnero (al que se presenta como uno de los imitadores de Gimferrer) le replicó con una feroz andanada, “No dar pie con bola”, que Fernando Antón tiene el acierto de reproducir en este volumen. Termina con estas palabras: “Eróstrato era un patán que prendió fuego al Templo de Diana en Éfeso para darse celebridad. La enfermedad del joven Panero se llama erostratismo, es decir, la clase de locura que lleva a cometer barbaridades para hacerse famoso. Está claro que en lo de tener opinión en literatura, el joven Panero no toca pito. En cuanto abre la boca se mea fuera de tiesto. Más le vale escurrirse del asunto a cencerros tapados y hacer curso de cultura general por correspondencia, para que no tengamos que ponerle otra vez de cara a la pared y con orejas de burro”.
            A una referencia de pasada, quizá algo despectiva, responde Valente en El País con “Nueve aforismos para un neojoven”: “Poco hay peor que el joven persistente y el repetido gesto del payaso abolido”.
            En la entrevista a Gil de Biedma, realizada en colaboración con Biel Mesquida, y que es una de las piezas destacadas del volumen, a poco de comenzar a hablar Panero (“Ten en cuenta que la trampa en que hemos caído todos los poetas es que nuestro discurso, al no pasar por esta simbólica abstracta que rige la sociedad, no es leído, está proscrito simbólicamente por la sociedad y, por tanto, este discurso del inconsciente que es la poesía, la literatura y el delirio, esta discurso analógico…), le corta el entrevistado: “Mira, yo estoy muy poco à la page: elabora tu discurso a otro nivel…”
            Y a otro nivel –el de Gil de Biedma, el de la lucidez, el sentido común y la inteligencia– transcurre luego la entrevista, gracias sobre todo a Biel Mesquida.
            Destaca en esta recopilación, entre otras páginas de valor autobiográfico, impactante monólogo que lleva el título de “Déjame que me tome un cuba libre” (apareció en la revista Estaciones en 1981). No parece un texto escrito por Panero, sino declaraciones recogidas por algún periodista: “El desencanto es una película desastrosa, sobre todo para mí, una película que me hundió en la medida en que me convirtió en un payaso que yo no era. Yo era muy serio, escribiendo mis cosas, inventando mis cosas, perfeccionándolas, sin la película; escribía para pocos. Tenía libros publicados, pero escribía para pocos, para los que me leían y que no fueron la cantidad de miles de payasos que me empezó a ver como un payaso después de la película”.
            Pronto el autor se sentiría a gusto en ese papel mediático que la sociedad le había asignado y le sacaría toda la rentabilidad posible: importaba el personaje, no lo que escribiera.
            Tampoco el prologuista parece preocuparse demasiado de la coherencia de sus afirmaciones: “Prosas encontradas reúne alrededor de doscientos textos de Leopoldo María Panero […], de los que más de la mitad permanecían inéditos hasta hoy en libro. En la presente edición, por tanto, se ha prescindido de todo aquel material que ya había aparecido previamente publicado en otros volúmenes”. Si se ha prescindido de los textos publicados anteriormente en volumen, ¿cómo es que solo más de la mitad sean inéditos en libro? No es el único caso en que el estudioso se contagia de la falta de rigor del autor estudiado. Indica que en “Textos enfrentados” publica una crónica de Martín Vilumara, “pseudónimo de un gran librero y editor que prefiere seguir en el anonimato”, a la que responde Panero, y luego reproduce esas páginas firmadas por el verdadero autor, José Batlló.
            Entre 1970 y más o menos 1980, Leopoldo María Panero fue uno de los escritores más significativos de la nueva literatura; a partir de entonces, aunque siguió escribiendo y publicando con profusión, se convirtió en otra cosa. El valor literario de sus textos dejó de tener importancia, tanto para él, como para sus admiradores, que acabaron siendo legión.

José García Nieto o para qué sirve un centenario

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Poesía
José García Nieto
Selección e introducción de Joaquín Benito de Lucas
Fundación Banco Santander. Madrid, 2014.

¿Qué queda de la poesía de José García Nieto a los cien años de su nacimiento? Hay quien piensa que solo un adjetivo y un divertido capítulo en la novela de la literatura. El adjetivo, “garcilasista”, le permite ocupar un sitio en todas las historias de la poesía española de posguerra; al principio representó un honor, luego se convirtió en una losa  de la que no fue capaz de librarse, aunque se pasó el resto de su vida intentándolo.
            El picaresco secreto que se escondía tras el premio Adonáis concedido en 1950 a la desconocida poetisa Juana García Noreña pronto fue un secreto a voces. El libro. Dama de soledad, fue recibido con unánimes elogios, incluso el exigente Juan Ramón Jiménez, allá en su exilio, aseguró que nos encontrábamos ante una obra maestra. Gerardo Diego, presidente del jurado, no fue menos parco en el elogio: Juana García Noreña aportaba una sensibilidad nueva a la poesía española, sus versos de amor solo los podía haber escrito una mujer. Pero a esa mujer no la conocía nadie. Una joven asturiana, Ángeles Fernández de la Borbolla, aspirante a escritora, habitual en las tertulias del Gijón, afirmó que era un pseudónimo suyo, cobró el importe del premio e incluso leyó públicamente los poemas del libro. Pero no pudo sostener mucho tiempo el engaño y se refugió en la finca segoviana de la poeta Alfonsa de la Torre, de la que fue secretaria y quizá amante. El autor de ese libro premiado con el Adonáis era José García Nieto, que nunca pudo declarar su autoría porque era miembro del jurado y con el voto que se dio a sí mismo había derrotado a otros candidatos meritorios como Victoriano Crémer.
            No aparece ningún poema de Juana García Noreña en la antología que Joaquín Benito de Lucas le ha dedicado con motivo de su centenario. En realidad, se trata de una reedición de la publicada en 1996, el mismo año en que se le concedió el premio Cervantes. Entonces y ahora se perdió una buena ocasión de rescatar la figura paradójica de García Nieto.
            Su nombradía comenzó en 1943 cuando le encargaron dirigir Garcilaso, una de las revistas con que el nuevo régimen trató de desmentir a León Felipe, quien afirmaba que los derrotados en la guerra civil “se habían llevado la canción”. Los poetas de Garcilaso, los nuevos poetas que comenzaron a surgir en la España de Franco, no se dedicaban a cantar loas al régimen, aunque alguna hubo, sino a mirar para otro lado ante la dictadura y hablar “del campo y soledad”, de amores y melancolías, en perfectos endecasílabos. Muchos de estos autores, como el propio García Nieto, procedían de la zona republicana; el régimen les perdonó la vida y los utilizó como perfecta coartada para justificar su generosidad y la presunta superación de viejos enfrentamientos. La oposición al régimen no vendría de la mano de los viejos republicanos que se quedaron en el interior, sino en buena parte de los hijos de los vencedores.
            En los años sesenta, cuando comienzan a tener predicamento poetas como Ángel González o José Ángel Valente, ya José García Nieto, aunque sigue cosechando premios y honores oficiales, es visto como un poeta de otro tiempo. En 1966 –el año de los grandes libros de la llamada generación del cincuenta: Tratado de urbanismo, La memoria y los signos, Moralidades– publica Memorias y compromisos donde por primera vez se atreve a hablar de lo que hasta entonces había callado: “Yo sé lo que es el miedo, y el hambre, y el hambre de mi madre y el miedo de mi madre; yo sé lo que es temer la muerte, porque la muerte era cualquier cosa, cualquier equivocación o una sospecha (…) Yo sé lo que es enfermar en una celda, y defecar entre ratas que luego pasaban junto a tu cabeza por la noche”.
            Pero su perfil literario estaba ya fijado para siempre y el poeta, preso de su virtuosismo, siguió ganando premios, cada vez menos significativos, y dirigiendo revistas oficiales. En una de ellas, Poesía española, tuvo como secretario a Francisco Umbral; desde otra ayudó en sus comienzos a Camilo José Cela, que nunca olvidaría ese favor y le llevaría a la Academia y luego, cuando ya la enfermedad le había apartado de la literatura, a obtener un premio Cervantes que debe más al autoritarismo del Nobel ante un jurado pusilánime que a los méritos del galardonado.
            Una buena antología de José García Nieto nos mostraría a un poeta quizá menor, pero sin duda verdadero: “En este lado está la vida; / mis palabras, al otro lado”. Para ello haría falta un exigente lector contemporáneo que rescatara la obra viva entre tantas hojas secas. No lo hace Joaquín Benito de Lucas, quien llega al extremo de incluir íntegro uno de los libros más prescindibles del autor, su Nuevo elogio de la lengua española, discurso de ingreso en la Real Academia escrito en verso, pero del que también se reproduce la protocolaria introducción en prosa, que nada pinta en una antología.
            El puñado de espléndidos sonetos dispersos en estas páginas  (“No sé si soy así ni si me llamo / así como me llaman diariamente…”) se pierde entre tantos otros que son solo obra del excelente versificador que más de una vez se dejó llevar por la facilidad.
            Un centenario es una buena ocasión para hacer balance de lo que queda de un escritor que tuvo su tiempo y que se fue borrando, quizá injustamente, con el tiempo. Con García Nieto, hasta el momento, se ha desaprovechado esa ocasión. No parece que esta antología vaya a añadirle nuevos lectores. Joaquín Benito de Lucas ha perdido una excelente oportunidad de descargar de peso muerto la anterior edición y añadirle textos más acordes con la sensibilidad contemporánea (como los ingeniosos y maliciosos epigramas que firmó con pseudónimo en diferentes revistas o circularon manuscritos). Se ha limitado a añadir unos cuantos artículos sobre poesía. Pero como crítico –véase El cuaderno roto, que recoge sus colaboraciones en La Estafeta Literaria– García Nieto se caracterizó más que por el rigor y la hondura, por la generosidad y la cordialidad, cualidades personales que marcan su trayectoria literaria.

Juan Bonilla, caricias y puñetazos

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Hecho en falta (Poesía reunida)
Juan Bonilla
Visor. Madrid, 2014.

Juan Bonilla, que se inició como poeta allá por 1988 con el cuaderno Cuestiones personales, pronto destacó como un prosista excepcional. Autobiografismo y sátira, enciclopédica curiosidad e insólita capacidad de darle la vuelta al lugar común, caracterizan sus artículos y relatos, y despertaron la admiración generalizada desde la aparición del primero de sus libros, Veinticinco años de éxitos. El poeta pareció a muchos quedar devorado por el prosista. De hecho, ciertos poemas no eran más que la versificación de pasajes de sus novelas o de algún artículo, como él mismo señala en la nota final a El Belvedere.
            Los que pensaban así, los que pensábamos así, estábamos equivocados, como Hecho en falta, su poesía reunida, demuestra cumplidamente. No ha querido seguir el habitual criterio cronológico. Ha barajado una muestra representativa, pero ni mucho menos exhaustiva, de los textos escritos a lo largo de un cuarto de siglo y les ha dado una cierta estructura puntuando el conjunto con haikus y colocado al final un poema que parece responder al que inicia el libro, del que copia algunos versos.
            El resultado es un volumen que se puede abrir por cualquier parte seguro de que no nos vamos a encontrar, como tantas veces ocurre en los libros de poesía, con una edulcorada banalidad o con una hermética nadería.
            Los versos de Juan Bonilla tienen muy a menudo la contundencia de un buen eslogan publicitario, nos provocan una sonrisa o nos parten el alma de un puñetazo.
            A Juan Bonilla le gustan los juegos de palabras, los chistes con o sin gracia, variar una frase hecha –“La Verdad es un periódico de Murcia”, “Dios es uno y estress”, “los maiakovskis de las discogrescas”, “tarde o temprano a la rutina se le cae la t”–, pero su poesía es mucho más que ese ramonear por los alrededores de la greguería, en contra de lo que algunos pudieron pensar, o pudimos pensar, en un primer momento.
            La parodia de conocidos poemas ajenos es una de sus especialidades. “No volverás a ser joven (Ni falta que te hace)” le da la vuelta a un poema de Gil de Biedma: “Que la vida no va en serio / lo empezamos a comprender muy pronto. / Como todos los jóvenes vinimos / fundamentalmente a hacer el tonto”; “De todos y de nadie”, a otro de Juan Ramón Jiménez: “Vino primero oscura, / vestida de impotencia”.
            Las habilidades que Bonilla muestra en los poemas, casi ejercicios de taller, y que le convierten en un ingenioso poeta menor son las mismas que hacen de él un poeta mayor. Ingenio hay en “El combate del siglo”, minuciosa crónica de un combate de boxeo en el que los púgiles son la tristeza y la alegría, o en “Filosofía”, erótico repaso a la historia de la metafísica, o en “Poemas míos que otros te escribieron”, del que adivinamos el punto de partida (la frase de Ortega “todo gran poeta nos plagia”), pero eso no le resta valor, todo lo contrario; lo mismo que ocurre con los versos de Alberto Caeiro en “Epitafio del enamorado”, uno de los más breves e intensos poemas de amor que se hayan escrito nunca: merece hacerse popular y perder el nombre del autor, como quería Manuel Machado.
            Conocer el modelo de algún poema de Bonilla no lo hace desmerecer, igual que ocurre con Garcilaso o San Juan de la Cruz. Leemos “Misión a las estrellas”, ese personal recuento de lo bueno y lo malo de este mundo, y recordar el borgiano poema de los dones no disminuye nuestra sorpresa ni nuestra admiración.
            Añade interés al libro un puñado de traducciones (“poemas míos que otros escribieron” diría Bonilla), entre las que destacan las resignadas e impactantes líneas sobre el suicidio de Dorothy Parker.
            Un poeta es un gran poeta cuando es capaz de escribir media docena de poemas que nos dejan sin aliento. Juan Bonilla, en un cuarto de siglo de cultivar intermitentemente la poesía, ha escrito esa media docena y tres o cuatro más. El resto son juegos de manos, juegos de palabras (quizá por eso sus textos dan tanto juego en los talleres de literatura), que no le reprochamos en absoluto porque nos permiten recobrar el aliento y olvidar que “se vive dentro del visor del arma / de un francotirador / apostado en quién sabe qué tejado, / el dedo colocado en el gatillo”.

Luis García Montero: Defensa de la literatura

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Un velero bergantín
Luis García Montero
Visor. Madrid, 2014.

Las defensas de la literatura, o de las librerías, tan frecuentes en estos últimos tiempos, suelen ser sospechosas. Cuando cerraron la última sala de cine de Segovia, hubo muchas protestas; el propietario respondió con una frase: “Si los que lamentan que no haya cine en su ciudad, hubieran ido al cine, no ya una vez a la semana, sino una vez al mes, yo no habría tenido que cerrar”. Lo mismo se les podría decir a los que se lamentan de que cada vez haya menos librerías.
            Luis García Montero en Un velero bergantínprefiere recurrir a la autobiografía en lugar de al quejumbroso tópico a la hora de defender la literatura. El título alude al conocido poema de Espronceda, “La canción del pirata”, del que se habla en el primero de los breves capítulos. El amor a la literatura rara vez tiene su origen en las aulas; el amor se aprende, pero no se enseña, y no admite el imperativo. García Montero descubrió la poesía en la voz de su padre, que gustaba de leerle poemas con teatralizada entonación y entre ellos, junto a la canción de Espronceda, uno muy famoso en su tiempo, ridiculizado después, “El tren expreso”, de Campoamor. Todos esos poemas los tomaba de una antología popular, Las mil mejores poesías de la lengua castellana.
            Memoria de lector agradecido es Un velero bergantíny en él se comentan, junto a los que escuchó de niño, poemas de Cernuda, Lorca, Salinas, Gil de Biedma o Brines. El comentario quizá más sugerente se dedica a un poema propio, “Mujeres”, incluido en Habitaciones separadas. Pocos poetas saben hablar de su obra con la lucidez con que lo hace García Montero, tan excelente poeta como perspicaz estudioso de la literatura. En “Mujeres” la anécdota biográfica se entremezcla con la tradición literaria –la “albada” medieval– para dar concluir en una reflexión crítica sobre la sociedad contemporánea.
            La poesía se entrelaza con la vida del autor, pero no se explica solo por ella, no es nunca la directa emanación de unos hechos biográficos. Los poemas que Juan Ramón Jiménez escribió a su llegada a Cádiz, tras el viaje americano que dio lugar a Diario de un poeta recién casado, le sirven para ejemplificarlo. En ellos todo es silencio y paz, cielo estrellado, unos gatos en la sombra, el centelleo de la luz del faro. Pero la realidad fue muy distinta. Uno de los baúles del poeta al parecer se había deteriorado durante la travesía, el poeta protestó indignado, puso una reclamación, tuvo que quedarse varios días en la ciudad. Todas esas minucias del “irascible vate” las analizó Juan Ignacio Varela Gilabert en una monografía y García Montero las resume con gracia. La poesía es verdad, pero su verdad no es la de la anécdota biográfica. Incluso puede que el poeta quiera hablar de una cosa y en realidad esté hablando de otra. En “Sonata triste para la luna de Granada”, de El jardín extranjero,se nos cuenta un paseo por la Granada de los años veinte; el poeta se imagina, aunque no lo menciona expresamente, que va de la mano de su abuelo, pianista que tuvo gran importancia  en su formación estética. Pero los lectores entendieron que hablaba de García Lorca y era Lorca quien en realidad estaba en el poema, fueran cuales fueran las intenciones del autor.
            La defensa de la literatura que hace García Montero no es solo una defensa de la literatura. Sus intenciones no son únicamente estéticas, sino también éticas. A la literatura en general, y a la poesía en particular, las considera elementos esenciales en la educación ciudadana.
            Este breve libro, que se lee de un agradecido tirón, acierta a eludir los riesgos de la clase magistral y del sermón cívico, gracias a un estilo sincopado y ágil que gusta de compendiar la reflexión en un aforismo: “La mejor forma de estar al día es leer cuatro clásicos por cada novedad”, “Hágase en mí según tu palabra, le dice el lector a sus libros favoritos”, “Cualquier profesor sabe que buena parte de sus conocimientos los aprendió mientras enseñaba”. Por eso el libro termina con un decálogo, con los diez mandamientos que el poeta ha ido descubriendo a lo largo de su trayectoria literaria. “Los dos peligros principales de la poesía –nos dice en uno de ellos– son el patetismo y la pedantería”.
            En ninguno de los dos incurre García Montero. Otro escollo no menos peligroso acierta a sortear Un velero bergantín: el de las buenas intenciones, de las que el infierno está lleno. El resultado es un ejercicio de inteligencia, la memoria agradecida de un lector con solo la dosis imprescindible de cívica moralina.
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