Una historia
propia
Donna Leon
Seix Barral.
Barcelona, 2023.
Tenía
cincuenta años Donna Leon (nacida en 1942, en New Jersey), cuando comenzó a
escribir los casos del comisario Brunetti. Después de andar errante por el
mundo (había sido guía turístico en Roma, profesora de inglés en Irán, Arabia
Saudí y China), se había asentado en Venecia y tuvo el acierto de convertir esa
ciudad en escenario de unas novelas policiales que comenzaron como novelas
problema, un poco a la manera de Agatha Christie, con Asesinato en La Fenice,
y que en seguida derivaron hacia novelas denuncia de la corrupción, la desatención
ante el cambio climático, los problemas de la emigración y otros tópicos del
pensamiento progresista contemporáneo.
Tras ese título inicial, Donna Leon
ha seguido publicando una investigación de Brunetti por año. Ella se cansó de
Venecia, mucho antes de que el público se cansara de su comisario veneciano.
Ahora vive en Suiza, donde se dedica a cultivar su jardín en una casa junto a
los Dolomitas, colaborar con la orquesta “Il Pomo de Oro” (es una apasionada de
la ópera y de la música de Handel) y a investigar sobre los asuntos que le
servirán para la entrega anual del comisario.
Aparte de esas novelas de gran éxito
comercial, Donna Leon ha escrito muy pocos textos y casi todos por encargo. Una
historia propia se presenta como autobiografía, pero en su mayor parte no
es más que una serie de artículos de corte costumbrista. La parte más
interesante es la primera, “Estados Unidos”, con un distanciado tono
humorístico que no suele abundar en los recuerdos de infancia. Destaca “Moo”,
el capítulo dedicado a la madre. “Era una mujer a la que le gustaba fumarse un
cigarrillo y tomarse algo”, comienza.
“En la carretera” nos habla de las
estancias como profesora en Irán, China y Arabia Saudí en unas páginas desmitificadoras
y quizá algo superficiales. En 1981 pasa a trabajar en una base norteamericana situada
a una hora de Venecia. Y se le ocurrió utilizar la mítica ciudad como
escenario. Y ahí cambió su suerte. La profesora errante se convirtió en
novelista de éxito.
“Italia, ti amo” se titula el primer
capítulo de la siguiente parte. “Es cierto, pero ya no quiero vivir contigo”,
comienza. Y luego explica: “No quiero compartirte con cruceros ni con treinta
millones de turistas al año”.
Los cruceros que atracan en la
estación marítima de Venecia atravesando el canal de la Giudecca son una de las
bestias negras de Donna Leon, como de la mayoría de los venecianos. Simplifica un
poco, y parece que exagera: unos amigos le muestran una grieta en la pared de
su dormitorio, caudada por el paso de los cruceros, por la que entra la luz
exterior (si fuera así, el edificio correría riesgo de derrumbe y debería
abandonarse de inmediato). Afirma que los cruceros le proporcionan a la ciudad
“ciertas ganancias económicas, ya que los pasajeros compran alguna que otra
cosa y pastan en pizzería y puestos de bocadillos antes de volver a bordo a
comer y dormir”. Otro es el beneficio que proporcionan a la ciudad: atracar en
el puerto esas inmensas moles no resulta precisamente gratuito. Los venecianos
–y Donna Leon es su más tópico portavoz-- razonan a menudo como la paloma de
Kant que pensaba que sin la resistencia del aire podría volar más libremente
olvidando que es el aire lo que le permite volar. Sin turistas, hace tiempo que
Venecia sería solo un montón de ruinas. Los venecianos la abandonan porque es
hermosa para unos días, pero inhóspita para residir habitualmente en ella.
Donna Leon hace tiempo que la dejó
por Suiza y solo vuelve para visitar a alguna celebración en la mansión de
algún amigo o para las fotos
promocionales del lanzamiento de cada nuevo Brunetti. No parece cierta la
leyenda de que no permite que se traduzcan sus novelas al italiano para poder
hacer anónimamente su vida en la ciudad. Sus novelas venecianas no interesan demasiado
a los venecianos, son novelas para los turistas, para quienes han pasado o
sueñan pasar por Venecia.
Los capítulos venecianos del libro
defraudan un poco. “Von Clausewitz en Rialto” dedica demasiadas páginas a
describir algo tan trivial como las ancianas que se cuelan en los puestos del
mercado de Rialto. “Wagner” nos cuenta el encuentro con un admirador que quiere
regalarle unas entradas para el festival de Bayreuth; “El capuccino
perfecto” enumera locales venecianos en los que trata de encontrar el mejor
capuchino; aprovecha para dejar constancia de la decadencia de la ciudad, de su
odio a los Starbucks y de su xenofobia: “Había una cantidad creciente de bares
regentados por chinos, pero daba por sentado que si la comida de los
restaurantes chinos era siempre mala, a pesar de haber tenido un par de
milenios para trabajarla, no había que fiarse de sus capuccini,¿no?”
Una obra menor, muy menor, esta de
Donna Leon, en la que hurta, por elegancia quizá, aspectos fundamentales de su
vida. Pero también, acá y allá, encontramos afirmaciones sensatas. Tras
declarar que la música le proporciona “un placer sin medida”, confiesa que está
cansada de la música: “Estoy harta de oírla por todas partes: mientras espero a
hablar con la compañía eléctrica, mientras espero que llegue el tren o a
embarcar en un avión o cuando hago cola en la oficina de correos o ceno en un
restaurante”. Pero Handel –añade—sigue proporcionándole “un placer infinito”.
La mejor Donna Leon –una eficaz
narradora comercial más que una destacada escritora-- la encontramos en los
rasgos de humor y en capítulos como “Abejas” (las abejas tendrán un papel
importante en su novela Restos mortales), historia de una obsesión, o en
“Tigger”, dedicado a un gato callejero. Sin Venecia, esa Venecia que es un imán
para los turistas, Donna Leon pierde buena parte de su encanto.