Mentideros de la memoria
Gonzalo Celorio
Tusquets. Barcelona, 2022.
Entre la hagiografía y la chismografía, Gonzalo Celorio ha escrito un libro de memorias literarias que se lee casi siempre con la sonrisa en los labios. Gonzalo Celorio es novelista y ensayista, pero también ha ocupado importantes cargos culturales en su país. México, y lo que nos cuenta tiene a menudo que ver más con esa dedicación que con su labor estrictamente literaria. México compite con la antigua Unión Soviética en las ayudas oficiales al arte y la literatura. Pocos escritores mexicanos de los últimos cien años no habrán recibido cargos y ayudas gubernamentales. En algunos casos, pensemos en Carlos Fuentes, gozaron durante la mayor parte de su vida de un rango casi ministerial.
Un poco caricaturescamente podríamos decir que “Mis borracheras con gente importante” no habría sido un título inadecuado para este libro, o para buena parte de él. Como en los homenajes y estudios sobre la generación del cincuenta —y no solo—, el alcohol es destacado protagonista.
Las páginas menos interesantes del libro son las que tienen que ver con el circunstancial homenaje, como el primero de los capítulos dedicados a Julio Cortázar, “Pudo más el cronopio que la fama”, leído poco después de su muerte, al que el propio autor se refiere como “un texto que preparé apresuradamente para la ocasión” en el otro capítulo que le dedica, “La cama de Julio Cortázar”, que algo tiene de divertida autoficción con su parodia de Rayuela incluida. Así describe su encuentro sexual con Françoise, la secretaria de Ugné Karvelis, que quería ejercer de todo poderosa viuda del escritor: “apenas le amalé el noema, pues a ella, hay que decirlo, se le agolpó el clémiso y sí, los dos caímos en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes… Hasta que la copa quedó preparada: el cáliz humedecido y fragante, el tallo alto”.
En algunos casos, aunque el autor no lo pretenda, el lector no puede dejar de asombrarse ante el despilfarro de dinero público que suponen buena parte de los encuentros de más o menos afamados escritores, incluidos los que juegan a la marginación, como Juan Goytisolo. Baste un ejemplo. En el año 2000, el expresidente colombiano Belisario Betancur organizó en Bogotá un Encuentro Iberoamericano de Escritores con el lema de “El amor y la palabra”. Las condiciones de la invitación eran ´”particularmente generosas”, según indica Gonzalo Celorio: vuelo en primera clase para el escritor y acompañante, alojamiento en hotel de cinco estrellas, asistencia personal de un edecán y de un chófer, un cheque de cinco mil dólares. Teniendo en cuenta que los invitados fueron ciento dos, se puede calcular el coste de un evento cuyo propósito era que “los participantes provenientes de diversos países del mundo manifestaran su solidaridad con un país en el que la violencia se había enseñoreado de la vida cotidiana y ponía en constante riesgo los valores que siempre lo habían caracterizado: su nobleza, su alegría, su imaginación, su belleza, su voz pulcra y respetuosa, su buen decir, su creatividad poética”. Los elogios al país anfitrión de los participantes pudieron ser sinceros, pero desde luego tenían poco de desinteresados.
Están escritos estos Mentideros de la memora —que contaron, por supuesto, con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México—, en su mayor parte, con un estilo coloquial, como de desenfada conversación de sobremesa. Comienzan, sin embargo, con la desventurada historia de un compañero de la primera juventud, hijo ilegítimo —así se decía— del poeta Jaime Sabines, que pone de relieve el clasismo de la sociedad mexicana.
Pero abundan más la anécdotas que buscan el regocijo del lector, aunque no siempre lo consigan, como en el caso de las protagonizadas por Alfredo Bryce Echenique, cuya locuacidad y dependencia etílicas tienen poco de divertidas, aunque el autor se empeñe en lo contrario, hasta terminar con el sainete de los reiterados plagios cuando no estaba en condiciones de cumplir con sus encargos periodísticos. Un pasaje resulta particularmente significativo (de Gil de Biedma se contaba algo semejante): “Estuve con él en casa de Héctor Aguilera Camín —¿o fue en casa de Sealtiel Alatriste?—cuando, para poder echarse unos tragos con nosotros, se extrajo dolorosamente las pastillas subcutáneas de Antabus —un medicamente que provoca un rechazo violento al alcohol e incluso puede causar la muerte si se toma una sola copa—, que le había implantado en Madrid, bajo la piel de la barriga, el doctor Colondrón para que dejara de beber”.
Uno de los capítulos, “Tópicos del equívoco, la sorpresa, el sonrojo, el milagro y la fascinación”, le saca punta a los problemas que plantean las diferencia entre el español de México y el de la península. “Dicen, o más bien inventan...”, comienza. Si no todas las anécdotas que en él se refieren son verídicas, todas están contadas con la gracia del buen conversador. Se incluyen también —resultan más prescindibles— fragmentos de los discursos que Gonzalo Celorio redactó para diversas personalidades.
Con un eutrapélico relato del viaje a México, con pretexto universitario, de Umberto Eco, concluye Mentideros de la memoria, una miscelánea grata y menor que también vale como testimonio histórico y que dice más de lo que dice, o de lo que creer decir, de un autor, un país y una época.