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Rescoldos de aquel fuego

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Donde muere la muerte
Francisco Brines
Tusquets. Barcelona, 2021.
 

Hay en Donde muere la muerte, el esperado último libro de Francisco Brines, un puñado de poemas memorables, pero quizá no hay un libro. Su obra poética podríamos considerarla cerrada en 1995 con La última costa, pero el cuarto de siglo transcurrido desde entonces le añade un epílogo, emocionante desde el punto de vista humano y no enteramente prescindible desde el literario. Comienza el breve volumen –veinticuatro poemas-- con un ejercicio retórico que no anima demasiado a seguir leyendo. Se trata de una serie de hipérboles sobre el tópico de la brevedad de la vida: “Un suspiro que alienta y se acongoja. Se oscurece el relámpago, sin apenas lucir. Viento presto engolfado en la calma, sin tiempo a respirar; blanco interpuesto de inmediato a la flecha: violenta violencia”. ¿Violenta violencia? El segundo párrafo de este breve texto --¿poema en prosa?--, resulta aún más prescindible: la vida es “modestia casta” y el hombre “solo se cumple en el amor que acompaña al trabajo”.

            El poema “Luzbel, el ángel” nos remite a uno de sus libros capitales, Insistencias en Luzbel, de 1977. El hermoso ángel rebelde es símbolo de un erotismo que, en otro tiempo (y Brines sigue siendo fiel a ese tiempo), “no se atrevía a decir su nombre” (hoy quizá lo dice en exceso): “Es la noche la música / de las alturas. / El firmamento tiembla / y en él nos penetramos. / Mi cuerpo, ya vencido / por la edad importuna, / se hace prado en el río, / atardecer suavísimo. Y él pace. / Y yo, como un torrente blanco, / entro en su juventud / eterna, / me hago bello e impuro / como Él”.

            Francisco Brines es maestro en el arte de la alusión intensificadora, sus poemas eróticos no entran nunca en demasiados detalles. Tampoco suelen ser poemas de amor: apenas se individualiza al otro, solo es un cambiante cuerpo joven que se entrega.

            Ahora esas noches de placer clandestino son “La noches ya extinguidas” evocadas en el poema de ese título: “¿Desde dónde recobro las noches de los huertos / alumbrados de azahar, / el coche detenido en el sendero, / lejano el resplandor de la ciudad, / tu asiento ya abatido, luego el mío, / tú aún más joven que yo, y la brisa más niña?”. En la segunda parte del poema volvemos a encontrar ese desdoblamiento en el tiempo –el anciano que contempla al joven que fue con melancolía y casi con deseo--  tan característico de Brines.

            En “Creados a su semejanza” vuelve el poeta “al único verano de su vida”, ese verano mediterráneo y feliz del que nos habló en Palabras a la oscuridad, de 1966. En Poemas a D. K. reunió los textos que aluden a esa historia de amor. “Creados a su semejanza” podría servir de epílogo a ese libro: “Al besarte, está naciendo el mundo / por primera vez. Resbala de la noche / la luz lunar que ha mojado las aguas. / Es la sábana blanca que en la arena se tiende / para que nuestros cuerpos en ella testimonien / el gozo de vivir, y amemos siempre el mundo / porque una vez fue digno de este sueño”.

            El mundo recobrado de la infancia en la casa de Elca –tan familiar a los lectores de Brines--  protagoniza otros poemas. “Reencuentro” puede servir de ejemplo: “He bajado del coche / y el olor de azahar, que tenía olvidado, / me invade suave, denso. / He regresado a Elca / y corro, / no sé en qué año estoy / y han salido mis padres de la casa / con los brazos abiertos, / me besan, / les sonrío, / me miran / --y están muertos--, / y de nuevo les beso”.

            Ensayo de una despedida tituló Brines, ya en 1974, sus poesías completas. Los ensayos finales de esa despedida están en Donde muere la muerte. A la despedida de la existencia, que vuelve una y otra vez sobre los mismos tópicos, preferimos la intensa --y nada tópica--  elegía a la madre del poema que da título al conjunto.

            A ratos el poeta parece volver sobre su obra anterior, tratar de reescribirla. “La última costa” era el poema final del libro del mismo título; ahora en el nuevo libro nos encontramos con “El último viaje”, otra versión del mito de Caronte. El poema previo termina de la más precisa manera: “Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco, / en el viaje aquel de todos a la niebla”. En el nuevo poema, sobra quizá más de la  mitad del poema (desde el verso 20 hasta el 41), tan innecesariamente explícita: “Me iba para siempre / de la vida que amé, / como el don de un dios bueno, / muy bueno e inexistente”.

            En este libro tan de Brines, aunque sea un Brines menor, sorprende un tanto  el poema “Trastorno en la mañana”, que nos recuerda la poesía ingenuamente celebrativa de Eloy Sánchez Rosillo: “He leído el poema de un amigo / y se han puesto a cantar todos los pájaros”.

            A partir de cierto nivel de reconocimiento (el siglo XXI fue para Brines el de los grandes premios institucionales), los juicios de valor parecen estar de más, los poemas del autor consagrado dejan de ser leídos como tales y se convierten en reliquias. Ya igual da, para lectores y estudiosos, el inane borrador que el hondo poema verdadero. Pero del poeta esencial y luminoso que fue Francisco Brines aún quedan rescoldos en estas brasas últimas. No los confundamos con las cenizas.


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