Correos a los editores
Julio César Galán
RIL Editores. Badajoz, 2021.
¿Por qué el arte de vanguardia –pintura, escultura y todas sus metamorfosis presenciales y virtuales-- ha logrado vencer el rechazo inicial del público y hoy arrincona en museos y subastas al arte tradicional, mientras que no ocurre lo mismo con la música o la literatura? ¿Por qué la música culta que se escucha en los conciertos es la compuesta hace por lo menos un siglo? ¿Por qué las novelas que se leen mayoritariamente siguen contándonos una historia o múltiples historias entrelazadas? ¿Por qué los poetas que tratan de destruir el lenguaje, que buscan el sinsentido, que rechazan la emoción no pasan de curiosas excepciones, sin lectores, aunque muy valoradas por ciertos estudiosos?
La pintura y la escultura son objetos que se pueden comprar y vender, piezas de coleccionista que pueden alcanzar un precio elevado –y muy elevado-- sin contar con el aprecio del público, que puede seguir burlándose de ellos, declarar que no los entiende, y asombrarse de su cotización. Pero las colas estarán aseguradas en una exposición –aunque no contenga más que birrias o bromas, a juicio de la gente común-- si cada una de sus piezas alcanza cifras de venta que superan el medio millón de euros.
Nadie, sin embargo, es capaz de escuchar durante una hora una pieza musical que le desagrada desde los primeros compases. O la soporta una vez en un concierto, que es un acto social, pero jamás volverá a escucharla por su cuenta en casa, como hace con Mozart o Bach.
Una novela que no cuente nada, que carezca de personajes, que rompa con la gramática en cada frase, podrá ser muy alabada por determinados teóricos de la ciencia literaria dispersos por los departamentos universitarios, pero jamás será leída por nadie de principio a fin, quizá ni siquiera por esos estudiosos.
Vienen estas precisiones a cuenta de la obra de Julio César Galán, un poeta que acaba de publicar una antología, Con permiso del olvido (Pre-Textos) y un libro en el que defiende su concepción de la poesía, Correos a los editores.
Por lo general, los escritores que van contra el gusto común y cuyos libros se venden poco, suelen tener dificultades para publicar. No es el caso de Julio César Galán, autor de incontables títulos de poesía y de teoría poética firmados con su propio nombre o con el de algunos de su varios heterónimos. Y no es el único caso. Los libros que se desentienden del lector cuentan con el apoyo de las administraciones públicas. Los mecenas de Correos a los editores son el Fondo Europeo de Desarrollo Regional y la Junta de Extremadura. A los editores les importa poco vender o no vender ejemplares de esta clase de libros y por eso una obra tan peculiar como Correos a los editores no lleva ningún paratexto que invite a su lectura y nos proporcione algunas claves.
Estas cartas con los editores (no se indican sus nombres) son reales y triviales, carecen del interés del reciente epistolario de Jorge Herralde que ha publicado Jordi Gracia. A las cartas se les añaden como adjuntos diversos ensayos en los que Julio César Galán expone su novedosa manera de entender la poesía –“Poesía especular”, “Poesía non finito” la califica en el subtítulo--, analiza su obra, se defiende de ciertos ataques, reproduce poemas propios.
Veamos cómo define su “poesía non finito” como muestra del estilo en que está escrita gran parte de este libro: “El nexo de la intrahistoria textual, del desgarre de miembros. Del nosotros emanamos. Conozcamos los estadios del propio retorno poético, pues hay que cuidar la raíz de cada existencia. Sístole y diástole del tiempo en medio de hacerse otro”. Más adelante aclara que la historia de la gestación de una obra puede ser más interesante que la obra misma. Puede, pero no en todos los casos. Si no nos interesa la obra –caso de tantos libros de poemas con su premiecillo o subvención correspondiente--, mal puede interesarnos la historia de su gestación o las divagaciones del autor sobre ella.
A partir de Inclinación al envés, de 2014, los poemas de Julio César Galán aparecen con versos tachados, espacios en blanco, notas a pie de página, finales alternativos. Para explicar su “genética textual”, ha elaborado toda una serie de recursos tipográficos: los “Antetextos” y la “Prelectura” van sin puntuación; las “Lecturas conjeturadas”, con barras dobles; los “Pasajes dudosos”, con todas las palabras juntas; los “Subtextos”, con diferentes tipografías; los “Palimpsestos” como palabras espejo; los “Bocetos” y los “Esbozos” aparecen tachados, etc, etc. Incluso publica una “Oda al blanco casi” en la que no hay ningún verso, pero sí los números que indican las notas a esos versos invisibles y a pie de pagina las notas. La número 10 dice así: “La llanura cobra otro significado: trabajo, por lo tanto, la claridad en el ahora”. Y la 12: “Espacio en blanco dejado por el autor. Ese espacio refleja que cada palabra refleja a otras, todas se contemplan y se leen”.
En Pálido fuego, de Nabokov, las notas a un poema constituyen una fascinante novela. Aquí las notas a un poema en blanco no constituyen un poema ni tienen mayor interés la abundancia de detalles sobre la génesis de poemas que interesan más bien poco.
Nada tiene que ver una obra lieraria con más o menos curiosos ejercicios de taller o con pintorescas audacias, como preferir al poema acabado los diversos borradores. El poeta es libre de hacer lo que quiera y de tratar de razonarlo teóricamente, pero a los lectores hay que seducirlos de uno y uno y para ello lo primero es conseguir que abran nuestro libro. Correos a los editores lo abrirán pocos, quizá solo algún lector omnívoro, curioso de ver en qué se emplean los fondos europeos para el desarrollo regional.
Cartas a los editores ejemplifica cómo una sucesión de errores conceptuales puede convertir en una figura pintoresca a un poeta que no dejaba de tener interés en sus primeros libros, antes de que se decidiera a aventurarse “por mares nunca antes navegados”. El que en ningún restaurante, que yo sepa, nos ofrezcan sardinas con chocolate no significa que la originalidad de hacerlo sea un gran mérito.