Antes que sea tarde
Carmen Parga
Renacimiento. Sevilla, 2020.
Pocas veces la ironía histórica se ha mostrado más claramente que en el exilio a la Unión Soviética de los comunistas españoles tras la derrota en la guerra civil. Creían llegar casi al paraíso en la tierra y se encontraron con una aproximación congelada al infierno. Muchos han contado ese desengaño, que solía ir seguido de la conversión al más fanático anticomunismo. La España de Franco acogía con entusiasmo a los conversos.
Cuando Carmen Parga escribe sus recuerdos, en los años noventa, ya la democracia, o algo parecido, ha vuelto a España y se ha derrumbado la Unión Soviética. No corre ningún riesgo por desvelar las miserias del comunismo real, un tópico reiterado hasta la saciedad en las democracias capitalistas, las únicas que parecen posibles.
Carmen Parga se había casado con uno de los personajes más destacados de la España republicana, Manuel Tagüeña, estratega de la batalla del Ebro. Físico de formación, estudió medicina en el exilio y era una de las cabezas mejor formadas de su tiempo. Tagüeña, muerto en 1971, quiso que sus memorias, Testimonio de dos guerras, quedaran inéditas hasta que pudieran ser publicadas sin servir de arma propagandística al franquismo. Carmen Parga escribe las suyas tiempo después y comienza contrastándolas con las de su marido. Frente a unas memorias escritas “en la plenitud de los cincuenta y ocho años, de un hombre con una memoria increíble”, memorias que constituyen “un verdadero tesoro de datos y narraciones de un indudable valor histórico”, las suyas –escritas a los ochenta años, “antes que sea tarde”-- constituirían solo “una versión femenina de un episodio de la gran aventura vivida por los españoles que perdimos la guerra y fuimos lanzados al exilio”.
Pero Carmen Parga nunca se limitó a ser –según era la norma entonces y hasta casi ayer mismo-- la compañera del gran hombre. Tenía personalidad propia. Nacida en La Coruña en 1914, deportista, activa militante política, representaba a la nueva mujer de los años republicanos, la que no se conformaba con el papel tradicional y quería compartir protagonismo, de igual a igual, con el varón. Aunque en lo fundamental estuviera de acuerdo, ya nos afirma en el prólogo que puede haber alguna discrepancia entre su testimonio y el de su marido, que no ha querido releer, porque la visión de ambos no siempre fue enteramente coincidente.
Carmen Parga centra sus recuerdos en los años que pasó en los países comunistas, tras el final de la guerra civil y antes de lograr viajar a México, donde reharía su vida y la de su familia. Fueron diecisiete años en los que vivió otra guerra, aún más cruel que la primera.
¿Y cómo es la “versión femenina” de esos años terribles? ¿Una versión doméstica, al margen de las grandes decisiones históricas? Hoy no hablaríamos de versión femenina, sino de una versión de la historia –de la intrahistoria-- que no deja de lado la cotidianidad, los problemas domésticos del día a día.
Carmen Parga sabe contar y lo hace con brevedad y verdad, sin levantar la voz, sin peroratas ideológicas y con toques de humor, a pesar de tantos episodios trágicos.
Se han publicado docenas y docenas de testimonios sobre la guerra civil y el exilio, parece que estamos cansados del tema, y sin embargo estas páginas –que no cargan las tintas, aunque podrían-- nos seducen desde las primeras líneas.
Aparte de la Unión Soviética, Carmen Parga y su marido conocieron la Yugoslavia de Tito y, años después, Checoslovaquia. De primera mano, nos cuenta el cerco que Stalin a Tito, quizá el único dirigente comunista que no era un títere suyo, y luego las purgas en Checoslovaquia, a la manera de las que habían tenido lugar en Rusia.
Todavía sigue asombrándonos –enigmas de la condición humana-- que Stalin considerara como principales enemigos del comunismo a los más fieles seguidores del comunismo y que estos –o buena parte de ellos-- bajaran la cabeza, pidieran perdón por culpas inexistentes y fueran al patíbulo sin un gesto de protesta.
Carmen Parga muestra su extrañeza ante ese hecho incomprensible, que intenta explicar refiriéndose al “síndrome de Estocolmo”. También trata de explicar por qué, durante tantos años, los comunistas españoles que conocían de cerca la vida en Rusia siguieron cantando sus maravillas. ¿Temor, miedo a perder determinados privilegios? En buena parte, se debía a la capacidad del ser humano para engañarse a sí mismo y a la dificultad de reconocer que nuestros sacrificios fueron inútiles, que se ha seguido un camino equivocado.
Pero lo que importa de Antes que sea tarde no son las reflexiones ideológicas, ni las denuncias de un mundo que hace tiempo que conocemos en su desnuda verdad, sino las pequeñas anécdotas, el talante de la autora, su ir conociendo y aceptando muy diversas tradiciones culturales, el encuentro con la buena gente, con la que sufre y padece la historia que otros maquinan en sus despachos de ventanas clausuradas por la ideología.