Y
Andrés Trapiello
Pre-Textos. Valencia, 2018.
De un autor que comenzó a escribir hace más de cuarenta años, y que ha cultivado con profusión y regularidad los más diversos géneros literarios, no esperamos muchas sorpresas. Casi nos confirmaríamos con que no hubiera un exceso de reiteración y con que las nuevas versiones de los viejos temas no desmerecieran demasiado junto a las anteriores.
Comenzamos por eso a leer el nuevo libro de poemas de Andrés Trapiello (sorprende su escueto título, Y, bien explicado en la nota inicial)con cierto escepticismo. Desaparece de inmediato. Qué importa que los temas sean los de siempre, qué importa que homenajee a Unamuno y al primer Juan Ramón, que abunden los buenos sentimientos (esos con los que, según Gide, no se hace literatura). Pronto nos ganan la emoción y el asombro, el mismo asombro y la misma emoción que al contemplar, una noche de verano, el cielo estrellado o al escuchar el canto del ruiseñor.
Al ruiseñor, por cierto, le dedica varios poemas Andrés Trapiello en este libro, y un poema se titula “Amapola” y otro “Claro de luna”. ¿Qué poeta de hoy se atrevería a algo así? Solo él, o su admirado Eloy Sánchez Rosillo, que tampoco teme a la insistencia y que también ha ido progresivamente sustituyendo el tono elegíaco por la celebración del misterio de la existencia y de sus inmensas o minúsculas maravillas.
“Pájaros, versos” se titula uno de los poemas y sus nombres, sus trinos y su variado plumaje llenan el libro: “El gran abejaruco y la oropéndola, / jilgueros, chichipanes y rabúos, / por no citar a los de toga negra, / a mirlos, golondrinas y vencejos”. También abundan los insectos, contemplados menos con la mirada del naturalista que con el asombro del niño: “Una pequeña araña que tranquila / se mueve entre los dientes trepidantes / del cielo cortasetos. Una hormiga / caminando paciente / y algo desorientada sobre un leño / que lleva ardiendo un rato, ajena a todo”.
Mucho de fábula y de cuento oriental tienen también estos poemas, que hablan de una cotidianidad rural en la que todo se convierte en canto y en cuento, lo mismo la contemplación del vuelo de la libélula que revisar “las quintas pruebas” de uno de los tomos de sus diarios: “¿Quién no ha sentido / que con solo una vida no se alcanza / a realizar los sueños? / Se nos va la primera en galeradas / con erratas y a medio conseguir”.
Hay poemas que tienen algo de scherzo, de jugueteo o de ejercicio de virtuosismo. El que yo prefiero se titula “La vida de un escritor”, descripción de una ciudad cuyo nombre se nos descubre en el último verso. A ejercicio suena también el romance “Un día completo”, tan juanramoniano –pero del Juan Ramón de Arias tristes, no del de Dios deseado y deseante–, con su silencio que vuelve una y otra vez como estribillo. Muy distinto, –dría haber sido una “dolora” de Campoamor– “Esta misma mañana”, donde se escucha un tañido de aldea en medio del bullicio del centro de Madrid, aunque luego resulte ser muy distinto de lo que parecía.
También sorprende, aunque de otra manera, el final de “Ciruelo en flor”: “Me puse nerviosísimo creyendo / que apenas duraría aquel prodigio, / tan prosaico es el viento, y sin pensarlo / corrió mi corazón hasta el sepulcro / donde a Dios le pusimos. / Levántate, le dije, resucita: / el ciruelo está en flor / y no hay por aquí cerca ningún otro / de igual rango que tú / a quien darle las gracias”.
No podían faltar los poemas familiares, como saben muy bien los lectores de Andrés Trapiello. Un poema antológico es “Mont Saint-Michel”, que parte de una anécdota trivial, el encuentro de un viejo vídeo doméstico. Igualmente merece destacarse ese canto a la amistad y a la música titulado “Schubertiada”.
El tono más grave del libro, el más emocionante, se encuentra en los dos poemas dedicados al padre. “Una certeza”, se titula el primero, con su comienzo en esos becquerianos espacios “que separan la vigilia del sueño”, o el fantasmal “Claro de luna”, con su superposición de tiempos y de presencias y ausencia.
Apenas hay página de este libro que no encierre una maravilla. Pocas veces se ha cantado con tanta verdad y con tanta austera belleza, sin levantar la voz, el sucederse de las estaciones, el temblor del cielo estrellado, el escondido canto del ruiseñor o ver amanecer desde la ventanilla de un tren.
Poesía de madurez esta, poesía de la intrahistoria que no teme la anécdota, poesía de quien sabe ver el universo en un grano de arena, la eternidad en un instante. Y poesía que ama los pequeños detalles exactos, que sabe dar nombre a cada cosa, que no se pierde en vaguedades más o menos metafísicas. Lo mejor de la poesía de siempre en la voz de un poeta de hoy.