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José Luis Cancho, memorias de un subversivo

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Los refugios de la memoria
José Luis Cancho
Papeles mínimos ediciones. Madrid, 2017.

Antes de publicar su primer libro, El viajero junto al mar, en 1999,José Luis Cancho ya era un personaje literario. Militante antifranquista desde los diecisiete años, en enero de 1974 cayó desde las ventanas del tercer piso de la comisaría de Valladolid, tras ser minuciosamente torturado. Los disturbios subsiguientes llevaron al cierre de la Universidad.
            Compañero de militancia, y entonces también estudiante en Valladolid, era Andrés Trapiello, quien en su premiada novela El buque fantasma, de 1991, evocó aquellos años de oposición al franquismo desde una perspectiva ridiculizadora y revisionista: “Al final la historia, esa que muchos aún escriben con mayúscula, ha demostrado que más por los pobres y parias del mundo han hecho las Hermanas de la Caridad, incluso las malignas y avinagradas, que todos los comités revolucionarios. Y con menos ruido”.
            La novela de Andrés Trapiello tiene mucho de ajuste de cuentas. De uno de los antifranquistas de entonces, al que llama Gaztelu, dice que “llegó a hacerse famoso por una delación”. En la página 105, es consecuencia del interrogatorio de Billy el Niño, quien “de un guantazo en la boca” le tiró al suelo y le dejó sangrando; en la página 128, en cambio, al volver a esa delación, se nos indica que “en la comisaría Gaztelu, sin que nadie le hubiera puesto la mano encima, cantaba el pobre como su rana hegeliana”. Son las licencias de un novelista cervantino.
            José Luis Cancho en Los refugios de la memoria no se toma ninguna licencia con los hechos. Lento proceso, su última novela, ya convirtió su vida en ficción. Ahora quiere contarla sin literatura. ¿Sin literatura? Digamos mejor sin invenciones, porque el resultado es literatura, espléndida literatura.
            ¿Pero es posible contar sin más la vida? El propio autor lo duda: “Mi intención en este proyecto ha sido escribir una prosa sin filtros, sin disfraces, sin retórica, pero una vez más he vuelto a constatar que no hay escritura posible sin que intervengan algunos de esos elementos”. Y por eso, a pesar de su empeño de que el yo que describe en Los refugios de la memoria “se corresponda en todo al yo real”, finalmente “no es más que una sombra que se me escapa de las manos”. La memoria, por mucho que nos empeñemos en lo contrario, actúa como un novelista.
            No idealiza José Luis Cancho sus tiempos de militante, primero en el Partido Comunista de España (internacional), luego en el Partido de los Trabajadores y en la Joven Guardia Roja. Incluso el acontecimiento que le hizo famoso, la caída desde la ventana de una comisaría, lo refiere sin decidirse por su versión de entonces (lo arrojaron creyéndole muerto) o por la que dio la policía (trató de escapar en un descuido de quienes le custodiaban): “Escribo ‘caí’ y no ‘me tiraron’ porque no recuerdo que alguien me agarrase y me arrojase por la ventana. Lo que sí recuerdo es que pasé de estar toda una tarde con su correspondiente noche siendo golpeados por cuatro miembros de la denominada brigada político-social a estar ingresado en la unidad de cuidados intensivos del hospital de Valladolid”.
            Cuando fue liberado, quiso ir de inmediato a saludar a sus compañeros de la Universidad, pero sus jefes políticos se lo impidieron: le estaban preparando un gran recibimiento, en un mitin multitudinario, y no podía vérsele antes para no atenuar el efecto. La “revolución” tenía también mucho de teatro.
            No insiste José Luis Cancho en los aspectos más melodramáticos de su trayectoria biográfica, no trata de convertirse en un héroe ni en una víctima. Escribe desde la sequedad y la extrañeza. Ya nos lo advierte desde las primeras líneas: “A medida que envejezco mi lengua se empobrece. Me siento en mi propia lengua como el aprendiz de una lengua extranjera”.
            En una tradición literaria tendente al barroquismo y las florituras verbales, se agradece una contención, una sintaxis telegráfica y enumerativa que, paradójicamente, aproximan más de un fragmento al poema en prosa. Samuel Beckett resulta su maestro: “El alcohol y el amor me producen dolor de cabeza. El amor es empalagoso, como un vino demasiado dulce. Mi única pasión es la indiferencia. Escribir desde la perspectiva de un muerto, ese es mi propósito”.
            Menos de cien páginas le bastan para dejar constancia de una vida hecha de renuncias sucesivas: “Había renunciado a militar en el partido. Había renunciado a vivir en mi ciudad natal. Había renunciado a la profesión de maestro. Había renunciado a la vida de nómada. Cada seis o siete años se producía un cambio radical en mi vida”. El último cambio (tras los escarceos en revistas como Los Infolios, junto a Miguel Casado) lo convirtió en novelista autobiográfico en busca de sí mismo.
            Los refugios de la memoria culmina, de impactante manera, su trayectoria de escritor y, si hemos de creerle, será seguido de una nueva renuncia, emulando tardíamente a Rimbaud: “Sueño con desaparecer en un país donde nadie me conozca”.
             
           

            

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