Diarios 2008-2010
Iñaki Uriarte
Pepitas de calabaza. Logroño, 2015.
Hay libros que son la obra de toda vida. El diario de Iñaki Uriarte, que comenzó a publicarse en 2010, cuando su autor había cumplido ya los sesenta años es uno de ellos. Una segunda entrega apareció al año siguiente y la tercera acaba de llegar a las librerías. No son obra distinta, sino partes del mismo libro y de ahí que compartan título (o ausencia de título: Diarios es más bien un subtítulo) y un diseño gráfico que lleva a confundir unas entregas con otra.
Contra todo pronóstico, estos diarios llamaron la atención de críticos y lectores desde el primer momento. Hoy, cinco años después de su aparición, son ya un clásico. No se puede hablar del diario en España sin mencionar, en un primerísimo lugar, el nombre de Iñaki Uriarte. Lo que a Andrés Trapiello, Miguel Sánchez-Ostiz o José Carlos Llop les costó tomos y tomos, Uriarte lo consiguió con unas pocas páginas.
Las razones de ello son fundamentalmente dos. La primera que el autor no había publicado libro ni apenas había publicado nada (dos poemas en una revista de los años setenta, alguna reseña), pero no era un desconocido. Desde los tiempos en que colaboraba en La moneda de hierro, junto a Félix de Azúa, Luis Antonio de Villena o Fernando Savater, había cultivado la amistad de los más destacados nombres de su generación, y no solo de ellos. Era el lector atento, la persona cordial, el confidente discreto que siempre estaba en el lugar adecuado en el momento justo. No se había dedicado a nada, salvo a leer y a vivir, no hacía sombra a nadie. No parecía que fuera a hacerla tampoco con un puñado de anotaciones aparecidas en una editorial provinciana.
Pero había otra razón, la fundamental: Iñaki Uriarte no necesitaba ese instantáneo coro mediático, tan útil sin embargo, para fidelizar a los lectores. Bastaba abrir su diario por cualquier página, bastaba leer dos o tres de sus mínimas entradas, para quedar seducido de inmediato, para convertir la primera entrega de sus diarios –complementada con los que vinieron después– en un libro de cabecera. Y este es el motivo de que algunos de los elogiosos ditirambos con que se recibieron se convirtieran después en resentidos silencios. Iñaki Uriarte dejaba de ser un simpático personaje del entorno literario para se alguien que llegaba para quedarse y hacía sombra.
La máxima del minimalismo, menos es más, la domina Iñaki Uriarte como nadie. Buena parte de su diario son citas, breves citas de unos pocos libros a los que vuelve siempre: Montaigne, en primer lugar. Citas, tan bien seleccionadas, que nos sorprenden aunque sean de un escritor que conocemos bien. A menudo, ni siquiera necesita comentarlas para hacerlas propias.
Otro elemento constante es el elogio de la pereza, del levantarse tarde, del disfrutar del instante en una playa, en la terraza de un hotel, en casa con un libro en las manos. La vida de Iñaki Uriarte ha sido lo que tradicionalmente se denominaba “vida de un rentista”: nunca ha necesitado trabajar, y con frecuencia alude a ello con algo de apenas disimulada mala conciencia. Para ganarse la simpatía del lector no deja de insistir en su poca voluntad, en las limitaciones de su carácter. No lo necesita. Le basta con su sentido común, con su sentido del humor, con una inteligencia que se muestra, sin deslumbrar, voluntariamente asordinada, en cada página.
Iñaki Uriarte, un hombre aparentemente sin biografía (en las solapas de sus libros se repite escuetamente que nació en Nueva York en 1946, vive en Bilbao y es de San Sebastián), sabe aprovechar al máximo sus más noveleros incidentes vitales: una detención durante el franquismo en la que conoció al policía Amedo; sus encuentros con gente importante (él siempre en discreto segundo plano); el exilio de su padre en Nueva York, donde fue amigo de Galíndez, el político vasco secuestrado, torturado y asesinado por Trujillo; la pensión que sus abuelos maternos tenían en la calle 82 Oeste, y en la que se alojó Rubén Darío; los pintorescos personajes de una familia de la gran burguesía vasca…
También nos habla mucho de viajes, e Iñaki Uriarte sabe hacerlo sin incurrir en el tópico ni en la convencional postal turística. No menos interesante que su estancia en la Provenza, en Atenas, Berlín o Nueva York, son sus repetidas visitas a Avilés, donde afirma tener un palacio: el hotel Ferrera, y de donde es su mujer.
El mayor protagonismo es quizá para el tercer miembro de esta singular familia: se llama Borges y es un gato tímido y sabio que se parece bastante al autor.
Iñaki Uriarte tardó mucho en decidirse a publicar sus diarios. Esta tercera entrega se corresponde con el momento en que apareció el primer volumen y de ahí, afirma él, que le haya costado más escribirla. Antes escribía para sí mismo y ahora se siente observado. Teme molestar a alguien y por eso borra las entradas que considera maliciosas. El lector no se toma demasiado en serio esos escrúpulos. Iñaki Uriarte es un eficaz satírico de las tonterías del mundo contemporáneo y sabe poner a cada uno en su lugar, llámese Vargas Llosa o Chillida, o a tantos conocidos de los que no da nombre, ni falta que hace. Actúa siempre con exquisita cortesía, como no queriendo molestar, pero sabe dar con el punto flaco. Así termina su referencia a la monja de un convento de clausura que les vende dulces a través del torno: “Nos cuenta que son veintidós monjas, seis de ellas jóvenes. Hay incluso una negrita recién llegada de Kenia que no sabe una palabra de español. Pienso en el puticlub Jamaica que hemos dejado atrás en la carretera”.
Los diarios de Iñaki Uriarte, estemos o no de acuerdo con sus observaciones (lo estamos casi siempre), son uno de esos libros que nunca cansan y a los que nunca nos cansamos de volver.